Matrimonio y Familia - Su Eminencia Revma. Monseñor Cardenal Don Darío Castrillón Hoyos Prefecto de la Congregación para el Clero


PALABRAS INTRODUCTORIAS
de
Su Eminencia Revma. Monseñor Cardenal
Don Darío Castrillón Hoyos
Prefecto de la Congregación para el Clero

Matrimonio y Familia

Queridos hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, ilustres Teólogos y Profesores, queridos hermanos y hermanas en el Señor,
Os envío a todos un caluroso y cordial saludo, a todos vosotros que os habéis conectado a la vigésimo tercera videoconferencia teológica internacional. Esta conferencia tiene por título "Matrimonio y Familia", un argumento que tiene una importancia fundamental para la vida de la Iglesia y de la humanidad.
Hablaremos de la familia fundamentada sobre el matrimonio, entendido como unión estable y abierta a la vida de un hombre y una mujer; de la familia como institución natural, patrimonio de la humanidad, un bien esencial y necesario para la sociedad y el pueblo actuales, porque es el fundamento de la sociedad, lugar primario de humanización de la persona y de la vida civil.
Los teólogos que intervendrán va a profundizar la verdad sobre la familia según el proyecto divino de la creación, un proyecto establecido desde el principio (Cfr. Mt 19,4.8); nos explicarán que ella es el ámbito en el cual cada persona humana, hecha a imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gén. 1,26) es concebida, nace, crece y se desarrolla; es, por lo tanto, el "santuario de la vida...: el lugar en el que la vida, don de dios puede ser oída adecuadamente y donde obtiene protección contra los múltiples ataques a los que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un verdadero crecimiento humano" (Juan Pablo II, Carta. enc. Centesimus annus, número 39). Comprenderemos que la familia, que no es una invención humana o fruto de una ideología, no se puede modificar, en su naturaleza, por ninguna autoridad sobre la tierra.
La Iglesia repite constantemente estas verdades y el Santo Padre ha hecho de ellos uno de los temas fundamentales de su Magisterio pontificio. Son incalculables los momentos y circunstancias en los que durante los veinticinco años de su Pontificado, Juan Pablo II ha proclamado y defendido la verdad sobre la identidad y la misión de la familia y del matrimonio. ¿Cómo no recordar sus Catequesis de los miércoles sobre el amor humano, los Mensajes y las Homilías con ocasión de los Encuentros Mundiales con las Familias? Y además la Exhortación apostólica postsinodal Familiaris consortio del 22 de noviembre de 1981, la Carta al las Familias Gratissimam sane del 2 de febrero de 1994, y la Carta Encíclica Evangelium vitae del 25 de marzo de 1995, para citar solamente algunos de los múltiples Documentos de su elevado magisterio, dedicado al tema de la procreación en el matrimonio, de la cultura de la vida y de la dignidad de la familia.
No obstante, numerosas doctrinas políticas y corrientes de pensamiento siguen fomentando una cultura que lastima la dignidad del hombre, ignorando o comprometiendo, en distinta medida, la verdad sobre el matrimonio y sobre la familia. Asistimos a una orquestada conspiración financiera, fiscal y legislativa, a nivel internacional, en contra de los artículos de la Declaración universal de los derechos humanos y de la Carta de los Derechos de la Familia, conspiración camuflada tras los falsos ideales de libertad y lo que se denomina "madurez reconquistada y emancipación del hombre de los condicionamientos del pasado": se trata de una campaña que, con objetivos ambiguos, pretende, desde los poderes legislativos de muchos estados, revisar los enunciados de los derechos fundamentales de la persona humana, impidiendo la convivencia humana y su crecimiento. No podemos olvidar que la familia, como formadora por excelencia de las personas, es indispensable para una verdadera "ecología humana" (Cfr. Juan Pablo II, Centesimus annus, 39).
Por tales motivos, levantamos hoy nuestra voz, con rigor y profundidad teológica, para proclamar estas verdades, con la ayuda de los mismos teólogos, llamados a profundizar, con la luz de la fe y de la razón, los contenidos de la Revelación.
Agradeciendo, como es habitual, a los invitados, les recuerdo que sus intervenciones se desarrollarán en directo, desde diecisiete países de los cinco continentes. Las reflexiones las llevarán a cabo desde Roma, desde la Sede de la Congregación para el Clero, Su Excelencia, Profesor Rino Fisichella, el Prof. Don Jean Galot, el Prof. Don Antonio Miralles y el Prof. Don Paolo Scarafoni.
Intervendrán además, desde Nueva York el Prof. Don Michael Hull, desde Manila el Prof. Don José Vidamor Yu; desde Taiwán el Prof. Don Louis Aldrich; desde Johannesburgo el Prof. Don Rodney Moss; desde Bogotá el Prof. Don Silvio Cajiao; desde Regensburgo S.E. Prof. Don Gerhard Ludwig Müller; desde Sydney el Prof. Don Julian Porteous; desde Madrid el Prof. Don Alfonso Carrasco Rouco; desde Moscú el Prof. Don Ivan Kowalewsky.
Les auguro a todos una buena videoconferencia.


IntervenCIÓN FINAL
Del Excmo. Cardenal
Don Darío Castrillón Hoyos
Prefecto de la Congregación para el Clero

En la carta a Diogneto se lee: "Los cristianos no se distinguen de los otros hombres ni por su tierra natal y por su idioma ni por sus instituciones. No viven apartados en ciudades propias; no hablan una lengua diferente; no llevan una vida extraña. …Contraen matrimonio como todos los demás. Procrean hijos, pero no dejan que los recién nacidos se pierdan. Comparten la mesa pero no el lecho... Lo que el alma es para el cuerpo, son los cristianos para el mundo" (Cap. V, 7; Funk 1,318). He aquí la familia de los primeros cristianos, la "Iglesia doméstica"de ayer y de hoy, íntima comunión de vida y de amor (Const. past. Gaudium et spes, número 48), llamada a una participación activa en la misión de la Iglesia y en la vida de la propia sociedad: a ofrecer un testimonio convincente de la posibilidad y de la alegría de la fidelidad conyugal y de la educación de los hijos, conformándose plenamente con el designio de Dios.
Todos los sacerdotes están llamados a apoyar a la familia cristiana promoviendo de distintas maneras, y según los distintos carismas vocacionales y las misiones a ellos confiada, y una pastoral familiar adecuada y orgánica en sus respectivas comunidades eclesiales (Cfr. Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, número 47). Particular importancia se da a "la necesidad de sostener el valor de la unicidad del matrimonio, como unión para toda la vida entre un hombre y una mujer, en la cual, como marido y mujer, participan en la amorosa obra de creación de Dios", como ha recordado recientemente el Santo Padre en la audiencia con la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales (Cfr. Discurso de Juan Pablo II, durante la visita ad limina Apostolorum del 23.11.2003, número 5).
La petición de reconocimiento legal de las parejas de hecho es algo crónico en nuestros días para que se equiparen los derechos con los de los matrimonios legítimos, así como las tentativas de aprobación legal de modelos de pareja donde la diferencia sexual no resulta esencial. La equiparación con otras formas de convivencias es un atentado al carácter sagrado del matrimonio y una violación grave de su profundo valor en el designio de Dios para los hombres (Cfr. Juan Pablo II, Familiaris consortio, número 3).
En contraposición a las corrientes de pensamiento que surgen del utilitarismo, es necesario tener en la Iglesia una catequesis más atenta y más profunda sobre la familia y para la familia, que ofrezca y explique, incluso a los jóvenes y a los novios, la verdad sobre el matrimonio con una visión antropológica anclada en el misterio de Cristo y que sepa refutar, por ser irracional, aquella pretensión de "cosificar" a los cónyuges, los hijos, la vida de los embriones, sometidos a proyectos y fines que perjudican gravemente el bien del hombre y de la sociedad (Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. Postsinodal Ecclesia in Europa, números 91-92).
Esto me lleva fácilmente a presentar la próxima videoconferencia teológica que tendrá por tema "La catequesis". La sesión internacional ha sido fijada para el 12 de diciembre próximo, a las 12 horas de Roma.
La catequesis es esencialmente anuncio, testimonio e irradiación de la verdad que introduce al hombre al encuentro con la misma Persona de Cristo. "Entre los distintos servicios que la Iglesia debe ofrecer a la humanidad, unos de los servicios de los que es responsable de manera particular es: la diaconía de la verdad", escribía el Santo Padre en su Carta Encíclica Fides et ratio (n. 2).
Voy a concluir recordando a la Virgen María por la inminente Solemnidad de la Inmaculada Concepción: María es un "catecismo viviente", "madre y modelo de los catequistas" (Juan Pablo II, Exhort. ap. Catechesi Tradendae, número 73).
Agradezco nuevamente a los eminentes prelados, a los teólogos y a los profesores que han intervenido hoy.
Vaticano, 28 de noviembre de 2003.



La amenaza del aborto y la eutanasia a la familia


Prof. Igor Kovalevski - Moscú

La amenaza del aborto y la eutanasia a la familia

Se puede hablar tanto de la familia (y de hecho lo estamos haciendo). El problema radica en el hecho de hablar sin moralismos, sin imponer un peso, una carga a las personas que están dejando de ser cristianas en esta generación. Pienso que la experiencia de Rusia sobre este aspecto es interesante. De hecho, la secularización entre nosotros comenzó después de la revolución de octubre de mil novecientos diecisiete. Esta situación es muy anterior al sesenta y ocho o a la segunda guerra mundial.
En pocas palabras, la familia rusa ya estaba destrozada en los años veinte, cuando desaparece la figura del padre de la familia. Un hombre – ya fuera marido o padre – que fue destinado a desempeñar un papel diferente en la sociedad constituyendo una nueva sociedad en la cárcel o fuera, aunque formando parte siempre de un colectivo más importante. La familia se convierte en una unidad compuesta por una madre y por los hijos, en general uno solo. La nueva sociedad asume la responsabilidad de la educación, de la transmisión de los valores (obviamente de la clase proletaria) y así sucesivamente.
El aborto y la eutanasia son dos fenómenos de la política demográfica.
En la Unión Soviética el aborto no estaba permitido al principio cuando la sociedad necesitaba trabajadores y soldados. Posteriormente se levantó la prohibición. Y así hemos llegado hasta hoy. La eutanasia parece ser una problema de las sociedades occidentales en general, puesto que la media de edad en los países del este europeo permite a las personas abandonar la vida por causas "más naturales".
El problema profundo, sin embargo, sigue siendo el mismo en todos los sitios: el hombre que se pone en el lugar de Dios está profundamente herido, no conoce su realidad, necesita que le sea anunciada la Buena Noticia, necesita una evangelización profunda a todos los niveles de su vida. Rusia u Occidente, aborto o divorcio, problemas sociológicos y soluciones técnicas – poco importa. Lo que importa es si Dios está o no.



La santificación de los esposos mediante el sacramento del matrimonio


Prof. Antonio Miralles, Roma:
 La santificación de los esposos mediante el sacramento del matrimonio

Cuando dos fieles cristianos se casan. Cristo está y sigue estando luego entre ellos. De hecho, Dios Padre hace entrega de su Hijo a los esposos y junto con él les da también el Espíritu Santo. La Iglesia, en la celebración del matrimonio, confiesa su fe en esta espléndida verdad mediante la oración del sacerdote: "Mira con bondad a estos esposos […] envía sobre ellos la gracia del Espíritu Santo, para que por tu amor derramado en sus corazones, sigan siendo fieles en el vínculo conyugal ".
El amor divino, derramado en el corazón de los esposos, perfecciona su amor conyugal. Como enseña el Concilio Vaticano II, lo perfecciona elevándolo y sanándolo (Cfr. GS 49/1): elevándolo porque la fuerza unitiva del amor, la ternura, la dedicación a la felicidad del cónyuge reciben una nueva medida, la del amor de Cristo; y sanándolo de aquello que daña al amor, sobre todo del egoísmo, de la incomprensión y de la dureza del corazón.
La obra santificadora del matrimonio no limita su eficacia solamente momento de la celebración de la boda, sino que se extiende a toda la vida de los esposos. Juan Pablo II, en Familiaris consortio, habla de la necesidad que tienen los esposos de "mantener viva la conciencia de la singular influencia que la gracia del sacramento del matrimonio ejercita sobre todas la realidades de la vida conyugal " (FC 33/6).
De lo que se sigue que el camino hacia la santidad, que es la llamada que todo cristiano sin excepción ha recibido de Dios, camino que comienza con el bautismo, se define posteriormente para los esposos cristianos en el sacramento del matrimonio. Como enseña el Concilio, "los cónyuges cristianos […], cumpliendo en virtud de tal sacramento su deber conyugal y familiar, imbuidos por el Espíritu de Cristo, por medio del cual toda su vida está imbuida de fe, esperanza y caridad, tienden a alcanzar cada vez más la perfección y la santificación mutua, y por ello participan en la glorificación de Dios". No se trata de simples principios generales o de enunciaciones genéricas, sino de una verdad de inmediata incidencia práctica. Lo explicaba claramente san José María Escrivá: "La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo económico para sostener a la familia, darles seguridad y mejorar sus condiciones, las relaciones con los demás componentes de la comunidad social: estos son las situaciones humanas más comunes que los esposos cristianos tienen que sobrenaturalizar " (Es Jesús quien pasa, p. 65). Lo harán con el influjo de la gracia del sacramento del matrimonio; pero no solamente esto, porque no pueden prescindir de los medios comunes a todos los cristianos: el primero, la Eucaristía, "fuente y culminación de la vida cristiana" (LG 11/1), y con ella es sacramento de la penitencia, la oración, la actualización del mandamiento del amor, que resumen la conducta auténticamente cristiana.



LA "UNIÓN CIVIL" ENTRE PERSONAS DEL MISMO SEXO.


CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
VIDEOCONFERENCIA: 28 DE NOVIEMBRE DE 2003

MATRIMONIO Y FAMILIA

LA "UNIÓN CIVIL" ENTRE PERSONAS DEL MISMO SEXO.

Prof. Rodney Moss

El 31 de julio de 2003 la Congregación para la Fe publicó un documento de diez puntos titulado – Consideraciones sobre las propuestas para dar reconocimiento legal a las uniones entre personas homosexuales.
Este documento rechaza los argumentos populares en favor del " matrimonio " entre personas del mismo sexo y otras formas de reconocimiento jurídico de la homosexualidad. Afirma claramente que los hombres y las mujeres con tendencias homosexuales "…deben ser aceptadas con respeto, compasión y sensibilidad. Debe evitarse todo signo de discriminación injusta hacia ellas."
(párrafo 4, cita del "Catecismo de la Iglesia Católica" número 2358).
La cuestión que se plantea es la de la discriminación injusta. ¿Es injusto denegar a los homosexuales que viven en uniones del mismo sexo el estatus social y legal de matrimonio? El documento indica: "La negación del estatus social y jurídico de matrimonio a formas de convivencia que no son ni pueden ser matrimoniales no se opone a la justicia; por el contrario, la justicia lo exige." (párrafo 8) Pero, ¿por qué ocurre esto? El reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales llevaría a una redefinición del matrimonio; el matrimonio entre un hombre y una mujer serían la única forma posible de matrimonio. De esta manera, según el Documento, "…el concepto de matrimonio experimentaría una transformación radical en detrimento grave del bien común." (el énfasis lo pongo yo) La justicia separada del bien común es inaceptable para el orden moral. El Documento continúa diciendo: "Sería totalmente injusto sacrificar el bien común y las normas justas para la familia con el fin de proteger los bienes personales que pueden y deben ser garantizados de manera que no perjudiquen el cuerpo social". (párrafo 9) En la misma línea que lo antes mencionado, una reciente declaración de los Obispos de Connecticut indica: "El respeto a la singularidad del matrimonio no implica falta de respeto a aquellos que no se pueden casar." (Declaración de la Conferencia Católica de Connecticut. 31 de julio de 2003)
En resumen, pues, la posición de la Iglesia sobre la homosexualidad es a la vez equilibrada y compasiva, aunque afirme la verdad. Por otra parte, no puede apoyar completamente a los activistas a favor de los derechos de los homosexuales porque rechaza la legitimidad de los "matrimonios" y los actos homosexuales: aunque por otra parte, condena la discriminación injusta de las personas orientadas a la homosexualidad e insta a la sensibilidad y el respeto.




La pareja de hecho – un hombre y una mujer que conviven sin contrato de matrimonio religioso


La pareja de hecho – un hombre y una mujer que conviven sin contrato de matrimonio religioso

(Prof. Jose Vidamor B. Yu, Manila) 


Los signos de los tiempos 
Las uniones de hecho han sido un fenómeno característico de todo el mundo que amenazan la sacralidad de la íntima unión entre personas manifestada a través del matrimonio y la familia. El Consejo Pontificio para la Familia ha celebrado una serie de reuniones entre 1999 y 2000 para estudiar las uniones de hecho tan extendidas en los tiempos que corren. "La Iglesia ha tenido siempre el deber de escrutar los signos de los tiempo a la luz del Evangelio." (GS 4)
El Consejo Pontificio para la Familia ha publicado un documento que es fruto de un estudio en relación con las uniones de hecho. La iglesia ha tratado este problema porque afecta el centro mismo de todas las relaciones humanas y a todas las áreas más sensibles del corazón humano contenidas en los misterios de la familia. Las uniones de hecho como relaciones humanas heterogéneas parecen "ignorar, posponer e incluso rechazar el compromiso conyugal." La familia es el futuro de la sociedad y el bien que se obtiene en el matrimonio es básico para la Iglesia. 
Separación del acto sexual y el matrimonio
Las uniones de hecho que existen en la sociedad parecen haber puesto en peligro el sentido verdadero y real del matrimonio. La sociedad actual intenta justificar estas uniones convirtiéndolas en una institución legal y elevándolas a una categoría semejante al matrimonio. El hombre ya no trata al sexo fuera del matrimonio como pecado, injusticia o comportamiento reprensible, sino que cree que el sexo es un artículo disponible a cualquiera sin tener en cuenta el estado de vida. El Vaticano II nos recuerda que, "el amor matrimonial se expresa de manera única y se perfecciona con el ejercicio de actos propios del matrimonio." (GS 49)
El documento (Familia, Vida y Uniones de hecho) del Consejo Pontificio para la Familia reconoce los elementos constitutivos encontrados en las uniones de hecho, positivos para la sociedad humana. Las uniones "civiles" son comunes en la actualidad, y van desde un menor "compromiso explícito" a un "fidelidad mutua". Algunas uniones de hecho se deben a razones económicas o al hecho de evitar las dificultades jurídicas, mientras que otras se llevan a cabo como alternativa al matrimonio a partir de un fracaso matrimonial anterior. Como resultado de problemas económicos como la pobreza y la marginación que obligan a un hombre y una mujer a vivir juntos fuera del matrimonio sacramental o religioso.
Pese a las distintas razones que explican la equivalencia y el reconocimiento de las uniones de hecho en muchas sociedades, hay que decir que van en contra del matrimonio cristiano. La estabilidad de la unión de los esposos debe realizarse a través de la comunión conyugal en el matrimonio. El documento nos dice que "el matrimonio es, pues, un proyecto conjunto estable que proviene de la donación personal libre y total del fructífero amor conyugal como algo propio y justo."
La Iglesia sostiene que el amor conyugal expresado por ambos cónyuges es la esencia del matrimonio. Ubicado en el centro de los principios de la antropología, sociología y otras ciencias humanas en torno al matrimonio, el amor conyugal entre un hombre y una mujer se comparte con igual dignidad. La Iglesia defiende el sacramento del matrimonio porque es el bien necesario e indispensable de la sociedad, y de la Iglesia.


La exigencia que el Estado promueva la familia


La exigencia que el Estado promueva la familia

Prof. Julian Porteous, Sydney


Aquí en Australia, en varios juicios recientes ante tribunales federales, los jueces han dictaminado que el hecho de limitar la inseminación artificial y la fertilización in vitro a las parejas casadas o aun las parejas homosexuales estables ("casadas de facto"), es discriminatorio, lo cula implica que se considera discriminatorio conceder a las parejas casadas cualquier reconocimiento legal o ventajas que no se concedan también a otros tipos de uniones. Los adultos pueden tener un "derecho a tener niños" legal o, por lo menos, a recurrir a tecnologías procreativas, aunque los niños no tengan "derecho a un padre".
¿Qué podemos esperar del Estado? Santo Tomás de Aquino pensaba que el gobierno era una vocación por la que algunos recibían los medios y la autoridad para dirigir su comunidad para que todos tuvieran seguridad y fueran sanos y virtuosos. Nuestros gobernantes tendrían que desafiarnos, incitarnos, censurarnos y recompensarnos para que vivamos en paz y armonía, florezcamos según la dignidad humana y nos encaminemos a ser santos como Dios quiere que lo seamos. Su autoridad está limitada, entre otras cosas, por su deber de reconocer que las personas y las familias, como células básicas de la sociedad y razón de ser de su existencia, tienen una prioridad moral y que la ley natural (de la que son elementos fundamentales el matrimonio y la familia) debe motivar todas las leyes y la política.
¿Pueden hoy asumir los gobiernos ese papel? En distintos documentos, que abarcan Gaudium et spes, del Vaticano II, las numerosas encíclicas papales, los documentos de Juan Pablo II, como Familiaris consortio y Evangelium vitae, la Carta de los derechos de la familia de la Santa Sede y los documentos de la Congregación de la Doctrina de la Fe, como Donum vitae, la Nota doctrinal sobre la participación política de los católicos y las recientes Consideraciones sobre el reconocimiento legal de las uniones homosexuales, la Iglesia ha desarrollado una enseñanza sobre el papel del Estado a favor del matrimonio y la familia.
La Iglesia está convencida de que:
 la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana y el orden divino y están ordenadas al bien común;
 el poder político debe ser ejercido siempre dentro de esos límites;
 el bienestar de los individuos y las sociedades está vinculado íntimamente a la salud de los matrimonios y las familias;
 el Estado debería reconocer, proteger y favorecer el matrimonio verdadero y la vida familiar;
 el Estado debería apoyar una cultura y una moral pública que promuevan dicha vida familiar;
 las leyes del Estado deberían apoyar la unidad y continuidad de los matrimonios y las familias, no su destrucción;
 el Estado tendría que promover las actividades legítimas y constructivas por parte de las familias y a favor de ellas, y no obstaculizar su desarrollo;
 el Estado debería reconocer derechos auténticos como: el derecho de las parejas casadas a la intimidad debida a su condición y necesaria para procrear y educar responsablemente a sus hijos en el seno de la familia; el derecho de los niños de tener relaciones sanas con sus padres y recibir protección si éstas son imposibles; el derecho de las familias a las oportunidades económicas y culturales necesarias para el florecimiento de la familia, como la libertad de asociación y confesión religiosa, una vivienda adecuada y la seguridad física, social, política y económica;
 el Estado no debería reconocer derechos falsos como el derecho al matrimonio de personas del mismo sexo, al reconocimiento legal de las relaciones no conyugales como si se tratara de matrimonios o a tener hijos creados artificialmente.
La Iglesia apela a la autoridad de los gobiernos para que reconozcan que la promoción de la familia tiene importancia decisiva para la salud y el bienestar futuros de la sociedad en su conjunto.


Familiaris consortio: planificación familiar, esterilización y otras "usurpaciones intolerables"


Familiaris consortio: planificación familiar, esterilización y otras "usurpaciones intolerables"

Prof. Louis Aldrich - Taiwan


En Familaris consortio (46), el Papa Juan Pablo II, afirma, antes de esbozar una carta de los derechos de la familia, "que la Iglesia defiende abierta y enérgicamente los derechos de la familia contra las usurpaciones intolerables de la sociedad y el Estado". ¿Cuáles son las causas de esas usurpaciones o abusos intolerables? La familia es "la célula básica de la sociedad y el sujeto de derechos y deberes antes del Estado o de toda otra comunidad" y, en lugar de ser sostenida positivamente por la sociedad o el Estado, se "ha vuelto una víctima de la sociedad". Constata que "las instituciones y las leyes ignoran injustamente los derechos inviolables de la familia y los seres humanos", y llega a sufiri un " ataque violento de sus valores y exigencias fundamentales". Entre las más claras expresiones de esos ataques injustos y violentos a la familia se cuentan la legalización, promoción e imposición por parte del Estado de tres pilares de los programas de planificación familiar anti-familiar, o sea, el control de la población: el aborto, la esterilización y la anticoncepción.
La premisa tácita falsa del movimiento de planificación familiar es que el exceso de niños en la familia y el crecimiento de la población en los países (o el mundo) son la causa de la miseria y la pobreza de las familias y las naciones. Aunque la falsedad de esta posición maltusiana haya sido demostrada en distintas ocasiones por los hechos, la mentalidad planificadora, cuyo ejemplo es la International Planned Parenthood (Paternidad planificada internacional), sigue promoviendo e imponiendo enérgica y, como dice el papa, violentamente su visión falsa. Gracias a una propaganda persistente y bien financiada, los grupos de planificación familiar internacional y de control de la población han logrado imponer ampliamente esa visión falsa del mundo. Al reducir el crecimiento de la población, aun con medios objetivamente inmorales, en lugar de resolver los problemas reales de la injusticia, la educación, las teorías erróneas sobre el desarrollo económico, la corrupción, etc., que provocan la pobreza de las familias o las naciones, descargan una situación intolerable sobre las familias contemporáneas.
El primer nivel en que se percibe esa usurpación intolerable es el de la ley. La legalización de la anticoncepción y la esterilización ha sido un ataque violento contra las exigencias y los valores fundamentales de la familia. No sería tan distinto a que, por ejemplo, se legalizara el robo, pues, en ese caso, sería patente el ataque directo a las exigencias de la vida económica. Aunque muchos ciudadanos rechazaran el recurso a la anticoncepción o la esterilización (o el robo), la ley se ha convertido en un maestro del mal moral que incrementa las ocasiones o las tentaciones de pecar. Por otra parte, aunque el primer propósito de la anitconcepción y la esterilización sea el de reducir los abortos y el divorcio (y así proteger la vida humana y la familia), el resultado efectivo ha sido un aumento espectacular del número de abortos y divorcios en los países que han legalizado la anticoncepción.
El nivel siguiente de esta usurpación intolerable se percibe en la promoción: la anticoncepción y la esterilización (eventualmente, con la ayuda del aborto) no sólo se convierten en elecciones factibles para las familias, sino que se promocionan como las mejores elecciones posibles, hasta necesarias, para el bien común del Estado. En todos los sitios en que ha arraigado dicha promoción positiva, se multiplica la pesadilla de la promiscuidad sexual, la falta de respeto hacia las mujeres y la ruptura de las familias, ya anticipadas por el Papa Pablo VI en Humanae Vitae como también la aparición de una cultura de muerte, descrita por Juan Pablo II en Evangelium vitae.
Por último, vemos ejemplos, como el aborto en China, la esterilización en Perú e India, en los que el Estado ha atacado directa y violentamente a la familia obligando a las mujeres a abortar o a ser esterilizadas. De todos modos, esa usurpación final de los derechos de la familia es sólo la extensión lógica de las premisas utilitarias de la planificación familiar o control de la población: el crecimiento de la población sería el mayor peligro para el Estado y, si la esterilización o el aborto no son considerados males en sí mismos, las mujeres pueden ser obligadas a abortar o ser esterilizadas por el bien común, así como los portadores de SARS pueden ser obligados a aceptar una cuarentena por el bien común. Y esto nos lleva al punto de partida y nos hace comprender por qué, antes de enumerar los derechos de la familia, el Papa hable de usurpaciones intolerables; porque si no se comprenden claramente la verdadera naturaleza, dignidad y valor de la vida humana y de la familia y de sus derechos absolutamente inviolables, todo otro derecho familiar está en serio peligro.


EL DIVORCIO CIVIL COMO ATAQUE A LA FAMILIA


El Divorcio civil como ataque a la familia

La "epidemia" del divorcio civil (GS 49), es decir, su número cada vez mayor, junto con la generalización de una legislación y una mentalidad divorcista en nuestra sociedad, es un signo preocupante para la situación de la comunidad conyugal y familiar, que llega a afectar también la vida de los matrimonios cristianos.
Ante ello, hay que recordar, en primer lugar, que la regulación civil del divorcio no responde a un derecho de la persona humana. No se trata en absoluto de reconocer un derecho, sino, en el mejor de los casos, de ofrecer "un supuesto remedio a un … grave mal social", como es la ruptura del matrimonio.
De hecho, sin embargo, la legislación divorcista lleva a las sociedades y a sus autoridades a un cambio paulatino en la comprensión del mismo vínculo conyugal, induciendo a pensar que el matrimonio es disoluble; supone así introducir por vía de la función social y pedagógica de la ley –y aún sabiendo que lo legal no se identifica simplemente con lo moral– una concepción que vacía desde el interior una de las realidades más importantes para la construcción de la vida personal y social.
Por otra parte, la experiencia enseña que este tipo de legislación tiende progresivamente a su radicalización. Se multiplican las causas para declarar legalmente roto un matrimonio; se incita de hecho a matrimonios sin problemas insolubles, pero con crisis pasajeras, a acudir a esta solución legal; frecuentemente se introducen principios legales que dejan la pervivencia del vínculo matrimonial a la simple disposición de los cónyuges, cuando no a la decisión unilateral de uno de ellos, como si una parte pudiese simplemente repudiar a la otra. Se llega así a dar legalmente menos estabilidad y protección al matrimonio que a contratos de mucha menor trascendencia personal y social.
De esta manera, lo que había de ser un remedio al mal, se convierte de hecho en una puerta abierta a los ataques contra el matrimonio y la familia.
Al tratar así el vínculo matrimonial, el Estado no cumple con sus deberes fundamentales para con el bien común de la sociedad; pues, sin hacer propia ninguna confesión religiosa, el legislador no puede entenderse a sí mismo por encima del respeto a la dignidad y los derechos fundamentales de la persona, aquí ciertamente en juego.
En realidad, la generalización de una mentalidad y legislación divorcista no es exigida por la "autonomía" propia de la sociedad y la autoridad civil, sino por la asunción como propia de una determinada ideología, de una comprensión del hombre y de su libertad, que podría ser caracterizada aquí como individualismo utilitarista.
En la base de este fenómeno se encuentra una corrupción de la idea de libertad, concebida como pura autoafirmación autónoma, por lo que el sujeto establece lo que ha de hacer con el solo criterio de su gusto y utilidad, sin tener en cuenta a la otra persona y su bien, ni las exigencias de la verdad objetiva; no acepta una entrega sincera, un don de sí real, sino que es egocéntrico y egoísta. Una comprensión utilitarista de la libertad, incapaz de reconocer responsabilidades, es lo contrario del amor, y se manifiesta rápidamente como una amenaza sistemática a la familia.
La verdad, en cambio, es que "el amor es la vocación fundamental e innata de todo ser humano" (FC 11), que el hombre "no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí" (GS 24); porque, como bien sabe el cristiano, Dios es amor y ha creado al hombre y a la mujer para un destino de vida en comunión.
La entrega de sí mismo, realizada paradigmáticamente por el hombre y la mujer en el matrimonio, exige por naturaleza ser duradera e irrevocable. La indisolubilidad se deriva primariamente de la esencia de esa entrega, del carácter esponsal del amor, y recibe una verdadera consagración por su integración sacramental en el gesto definitivo de entrega esponsal realizado por Jesucristo en la cruz.
Aun comprendiendo las dificultades reales y la debilidad moral del ser humano, la Iglesia ha de permanecer fiel a la verdad sobre el amor humano. Sin ello se corre el riesgo de la pérdida de la libertad y del amor mismo, de la felicidad del hombre, que no llegaría a comprenderse a sí mismo. En cambio, si la verdad sobre la libertad del hombre y la comunión de las personas en el matrimonio se salvaguarda, será posible la edificación de una civilización que merezca tal nombre, una civilización del amor.
El divorcio civil, como negación de la unidad y estabilidad del vínculo matrimonial, significa una negación del amor y constituye un verdadero antitestimonio que daña el bien común, personal y familiar. Pues los valores propios del matrimonio y de la familia están en el centro de la existencia del hombre, de la cultura y de la sociedad. El Pueblo de Dios, anunciando y viviendo el Evangelio de Jesucristo, los pone de manifiesto en todo el esplendor de su verdad, como forma primordial de la entrega sincera de sí, fundamentada en la entrega de Dios Creador y Redentor, en la gracia del Espíritu Santo, invocado sobre los esposos en la celebración del sacramento del matrimonio.


Alfonso Carrasco Rouco
Facultad de Teología "San Dámaso"
Madrid

LOS DERECHOS DE LA FAMILIA


LOS DERECHOS DE LA FAMILIA

Su Santidad Juan Pablo II ha querido recoger los aportes de los diversos Sínodos episcopales en una exhortación apostólica. Es así como posterior al Sínodo sobre la familia del año 1981 apareció, el 22 de noviembre de ese año, la Familiaris Consortio que exhorta a los integrantes de la familia ha reconocer y luchar por defender los derechos inalienables de la pareja y consiguientemente de la familia.
El No. 46, que se titula "Carta de los derechos de la familia", está ubicado en la tercera parte de la Exhortación que lleva por nombre "Misión de la familia cristiana" y en su tercer capítulo que se denomina: "Participación en el desarrollo de la sociedad". En ese contexto se ha recordado cómo la familia es la célula fundamental de la sociedad, y en su seno se aprenden los valores fundamentales de la comunión y la participación, indicando que es necesario que ella se hago sentir en el campo social y político precisamente para hacer valer sus derechos y cómo el Estado y la sociedad han de ser subsidiarios de la familia y no se le ha de imponer funciones que no le corresponden, o por el contrario dejar de reconocerle sus derechos.
El Papa recogió en el No. 46 de su carta el anhelo que los padres sinodales hicieran en la Propositio 42, de elaborar estas "garantías"; fue así como efectivamente apareció el 24 de noviembre de 1983 la "Carta de los Derechos de la Familia" y los mismos han sido difundidos con empeño. En la carta luego de un preámbulo vienen doce artículos.
Pero regresemos a nuestro No. 46, que si bien es anterior, sin embargo recoge en germen lo que la Carta desarrolla. En efecto allí se afirma cómo el Sínodo ha tenido que denunciar frecuentemente los atropellos que las diversas sociedades han realizado contra la familia y que varios Estados han impuesto su visión inadecuada de la familia.
Allí se exponen los siguientes derechos: El de establecer su propia familia, no importando incluso el estado de pobreza de la persona para hacerlo con libertad. El de ejercer la propia responsabilidad en la procreación y en la educación de la prole. El conservar el vínculo matrimonial más allá de los avatares de la historia. El de poseer una fe y difundirla y educar a los hijos en acuerdo con unas tradiciones culturales y valores religiosos con los instrumentos apropiados.
Por otra parte es necesario que la sociedad provea por la seguridad física, social, política, económica especialmente de los pobres y enfermos. Un lugar digno de vivienda. El poder tener representación y expresión ante los diversos organismos sociales y estatales para exponer sus requerimientos y necesidades y por lo tanto el poder establecer con otras familias las asociaciones que le permitan cumplir con su misión. Igualmente tendrá derecho de proteger a los menores contra todo aquello que los afecta inadecuadamente, sea en el campo de la salud, de la moral o que de tenga su adecuado desarrollo humano o espiritual. El gozar de un esparcimiento adecuado, el respeto a los ancianos y una vida y terminación de la misma dignas. Finalmente el derecho a emigrar y establecerse buscando mejores situaciones de vida.

Silvio Cajiao, S.I.
Bogotá 28-XI-2003

El Matrimonio y la Familia en Casti Connubii y Humanae Vitae


El Matrimonio y la Familia en Casti Connubii y Humanae Vitae
Michael F. Hull
La afirmación del matrimonio y de la familia ha sido una preocupación de larga data para la iglesia. Habiendo defendido acérrimamente la indisolubilidad del vínculo matrimonial a lo largo de los siglos, amenazada por creencias erróneas seculares o religiosas, la Iglesia ha continuado su defensa del matrimonio y la familia en los siglos XIX y XX. Leyendo los signos de los tiempos, el Papa Pío XI en Casti connubii (31 de diciembre de 1930) y el Papa Pablo VI en Humanae vitae (25 de julio de 1968) se refieren a la santidad del matrimonio y la familia, poniendo el énfasis en la principal amenaza contra ellos en los tiempos modernos: el control artificial de la natalidad.
En los tiempos modernos, la aceptación gradual en la sociedad del control artificial de la natalidad, que asesta un golpe al corazón mismo del matrimonio y la familia, se puede ilustrar observando la Comunión Anglicana. En 1908, la Conferencia Lambeth de Obispos Anglicanos hablaba del control artificial de la natalidad como "desmoralizador para el carácter y hostil al bienestar nacional" (Resolución 41; Cf. números. 42 y 43). En 1930 la Conferencia Lambeth permitía la aplicación del control artificial de la natalidad, pero según las pautas de los "Principios Cristianos" (Resolución 15; Cf. números 13 y 17), pero Lambeth reconocía que los contraceptivos eran susceptibles de aumentar las relaciones sexuales, por lo que recomendaba que se restringiera su venta (Resolución 18). Y en 1959, Lambeth proclamó que los padres tenían el derecho y la responsabilidad de decidir el número de hijos, con una "gestión sensata de los recursos y las capacidades de la familia, pensando igualmente en las diferentes necesidades de la población, los problemas de la sociedad y las reivindicaciones de las futuras generaciones" (Resolución 115, Cf. número 113). Dicho de otro modo, Lambeth pasaba de prohibir el control artificial de la natalidad a, prácticamente, recomendarla. Mutatis mutandis, la sociedad en general tenía la misma opinión. En sus respectivas circunstancias históricas, los Papas Pío y Pablo se apresuraban a reiterar la eterna verdad sobre el matrimonio y la familia.
Matrimonio
El matrimonio es una institución divina. El Papa Pío escribe que "es doctrina inmutable e inviolable que el matrimonio no fue instituido o restaurado por el hombre sino por Dios; no fue el hombre quien creó las leyes para reforzar, confirmar y elevarlo sino que fue Dios, Autor de la naturaleza, y por Cristo Nuestro Señor por Quien la naturaleza fue redimida, y por lo tanto esas leyes no pueden ser objeto de humanos decretos o de cualquier pacto contrario, incluso de los esposos en si" (CC, número 5). Por supuesto, la libre voluntad y el consentimiento de los esposos son necesarios para que se produzca el matrimonio, "pero la naturaleza del matrimonio es completamente independiente de la libre voluntad del hombre, de modo que si alguien ha contraído matrimonio alguna vez está sometido a sus leyes divinas y a su propiedades esenciales" (CC, número 6). Pablo escribe que el matrimonio "es en realidad la sabia y apropiada institución prevista por Dios, el Creador, cuyo objetivo era actualizar en el hombre Su designio de amor. Como consecuencia, marido y esposa, mediante la donación mutua de si mismos, que es específico y exclusivo para ellos solamente, desarrollan la unión de dos personas en la que se perfeccionan mutuamente, cooperando con Dios en la generación y creación de nuevas vidas. El matrimonio de aquellos que han sido bautizados está, por otra parte, investido de la dignidad de signo sacramental de la gracia, ya que representa la unión de Cristo con Su Iglesia" (HV, número 8).
Citando a San Agustín (De Genesi ad litteram, libro 9, capítulo 7, número 12), Pío identifica las tres bendiciones del matrimonio: hijos, fidelidad mutua y la dignidad del sacramento (CC, número 10). La primera y fundamental bendición es la procreación de los hijos (CC, números 11–18; ver Gen 1:28 y 1 Tim 5:14). Con la concepción de los hijos, el marido y la esposa se convierten en colaboradores íntimos de Dios en la propagación de la raza humana. Asumen la tarea de la crianza y educación de los hijos. La noble naturaleza del matrimonio deja a los nuevos hijos de Dios en manos de sus padres.
La segunda bendición del matrimonio es la mutua fidelidad de los esposos (CC, número 19). En el matrimonio, el marido y la esposa están íntimamente unidos para ser "una sola carne" (Mat. 19:3–6 y Ef 5:32; Cf. Gen 1:27 y 2:24). Marido y mujer, mediante la castidad marital y la total exclusividad, ponen en común la totalidad de sus vidas en apoyo mutuo, dándose a si mismos, para el servicio a Dios (ver 1 Cor 7:3; Ef 5:25; Col 3:19; y CC, números 20–30). Como dice Pablo del matrimonio: "Es un amor total—esa forma especial de amistad personal en la que marido y mujer comparten generosamente todo, sin permitir ningún tipo de excepción no razonable sin pensar únicamente en su propia conveniencia. Quien de verdad ama a su cónyuge no sólo por lo que recibe sino que ama a su pareja por el propio bien de la pareja, se alegra de poder enriquecer al otro con el don de su mismo" (HV, número 9).
La tercera bendición del matrimonio es su dignidad sacramental. Cristo elevó la institución del matrimonio, cuando los realizan dos personas bautizadas, a sacramento—a un medio de gracia santificadora y a representación de la unión de Cristo y de la Iglesia (ver CC, números 31–43; y HV, número 8). Como escribe Pablo, citando al Génesis 2:24, "Porque ningún hombre odia su propia carne, sino que la nutre y la ama, como Cristo a la Iglesia. ‘Por esta razón el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y ambos serán una sola carne.’ Este misterio es un misterio profundo y digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia" (Ef. 5:29–32). Y como escribe Pío: "Por el mismo hecho, por lo tanto, de que los fieles dan su consentimiento con rectitud, se abren al tesoro de la gracia sacramental de la que obtienen la fuerza sobrenatural para cumplir sus derechos y obligaciones, santamente, preservándolos hasta la muerte" (CC, número 40; Cf. HV, números 8 y 9).
Estas tres bendiciones—la procreación de los hijos, la fidelidad mutua y, para los bautizados, la gracia sacramental—son la esencia inseparable y fundamental del matrimonio. Una vez más, como la cuestión en aquel momento no eran ni la fidelidad ni la gracia, Pío y Pablo subrayan lo malo del control artificial de la natalidad, que destruye la bendición primaria del matrimonio, ya que es una amenaza para el mismo. Y Pío vuelve a apelar a San Agustín, quien escribe: "Las relaciones con la legítima esposa es malo e incorrecto si se impide la concepción de los hijos. Onán, hijo de Judá lo hizo y el Señor lo mató por ello" (De adulterinis conjugiis, libro 2, número 12; Cf. Gen 38:8–10; CC, número 55; HV, números 11–14).
Pensando en la opinión de Lambeth de 1930 y otras opiniones semejantes, Pío dice: "Por lo tanto, ya que partiendo abiertamente de la interrumpida tradición cristiana algunos han juzgado recientemente que posible declarar solemnemente otra doctrina en relación con esta cuestión, la Iglesia católica, a la que Dios ha confiado la defensa de la integridad y pureza de moral, permaneciendo firme en medio de la ruina moral que la rodea, para que pueda impedir que la castidad de la unión nupcial moral quede teñida con manchas de error, levanta su voz como signo de ser divina embajadora y proclamar por nuestra boca nuevamente: toda utilización del matrimonio ejercida de tal manera que al acto matrimonial se le impide deliberadamente cumplir su poder natural de generar vida es un delito con la ley de Dios y de la naturaleza, y aquellos que se permiten hacerlo quedan marcados con la culpa de un pecado grave" (CC, número 56). El resultado de este grave pecado es la deformación del verdadero matrimonio y, consecuentemente, del fin de la familia.
La Familia
La familia también es una institución divina, porque la familia nace en el matrimonio. La familia surge de la expresión de amor de los esposos en el acto material, un acto que es tanto unitivo (amor) como procreador (vida). Si falta en el acto marital la dimensión unitiva o procreadora, se produce la desintegración del matrimonio y, necesariamente la de la familia. Toda frustración del potencial para generar vida por parte del hombre en el acto conyugal no sólo afecta la dimensión procreadora del matrimonio sino también a la dimensión unitiva. "Cada pecado cometido en relación con los hijos se convierte de alguna manera en un pecado contra la fe conyugal, puesto que éstas dos bendiciones están íntimamente relacionadas" (CC, número 72). Si se pierde una de ellas, pues las dos se pierden.
La familia debe estar totalmente abierta a la voluntad de Dios en relación con el número de hijos que se le entregan. Es particularmente perniciosa la noción de que una familia tiene la obligación de estar abierta a la vida en general, pero de que cada acto conyugal de los esposos no necesita estarlo. Dicho de otro modo, en vez de continencia u observación de los ritmos biológicos naturales, los esposos obstruyen algunas o todas sus relaciones materiales por medio del control artificial de la natalidad, convirtiéndose en los árbitros de la vida en lugar de dejar esto a Dios. Por desgracia, un orden erróneo de las prioridades—que a menudo se fundan en problemas económicos o sociales, muchos de los cuales son pretensiones confusas de una filosofía errónea y un humanismo secular—lleva a los esposos a olvidar que su prioridad debe ser el reconocimiento de sus obligaciones con Dios, juez y árbitro de la vida. "De esto se sigue que no son libres de actuar en su elección para transmitir la vida, como si a ellos les cupiera decidir sobre el camino correcto a seguir. Por el contrario, están obligados a asegurar que lo que hacen se corresponde con la voluntad de Dios, el Creador. La misma naturaleza del matrimonio y su utilización hace que Su voluntad sea clara, como lo explican claramente las constantes enseñanzas de la Iglesia" (HV, número 10).
Y la enseñanza de la Iglesia es clara: Cada acto conyugal debe estar abierto a la transmisión de la vida. Sólo con esta apertura permanecen intactos los aspectos unitivos y de procreación del matrimonio; sólo con esta apertura marido y mujer se dan de verdad a si mismos en dios, para genera vida en el mundo e intensificar el amor entre ellos mismo, en el que se criarán y educarán los hijos en la santidad y la verdad.
Finalmente, sólo la obediencia unívoca a la ley natural asegura una correcta ordenación y prosperidad de la familia humana y la sociedad en general. Porque las familias nucleares individuales son la base, las células de la sociedad humana en general, su integridad abre el camino y determina la salud de la sociedad humana en general. Del mismo modo, puesto que la familia y la sociedad humana precede al estado, el bienestar del estado se construye sobre ella. La incapacidad de las familias, las sociedades y los estados para seguir la ley natural en relación con el don de generar de los matrimonios da como resultado en la decadencia moral. En el siglo XXI, la separación de los aspectos unitivos y de procreación de la sexualidad humana es el factor primordial de una gran cantidad de males morales: divorcio, adulterio, fornicación, homosexualidad, esterilización, manipulación genética y mutilación (por ejemplo la fertilización in vitro y la clonación humana), aborto, e infanticidio (un eufemismo para "aborto parcial"). Y esto no es todo; de esta plétora de males surge toda una serie de desórdenes psicológicos y sociológicos como la desintegración personal, la enajenación social y un profundo sentido de falta de objetivos y valores para la existencia humana. De hecho, separando cada vez más los aspectos unitivos y de procreación del matrimonio en nuestro mundo contemporáneo, existe la posibilidad de una mayor degeneración que crece exponencialmente, superando incluso a la de Sodoma y Gomorra.
No obstante, esto no quiere decir que la voluntad de Dios se observa fácilmente. La tradición constante de la Iglesia, articulada por Pío y Pablo en sus cartas encíclicas, reconoce que los derechos dados por Dios y las enormes responsabilidades de la familia son muy exigentes. La familia tiene el derecho de dar apoyo a la sociedad y al estado (CC, números 69–77; y HV, números 22 y 23). El apoyo moral y físico de la sociedad y el estado hacia la familia no es solo una cuestión de caridad sino de justicia. La carga que soportan las familias individuales en la crianza y educación de los hijos es, en el fondo, el único medio por el que la sociedad y el estado tienen futuro en el mundo. Sin embargo, incluso teniendo en cuenta la gran importancia que recae sobre ellas, las familias se pueden confortar con las palabras del Señor que dice: "Yo cargaré con vuestro yugo, y aprended de mi; porque mi corazón es tierno y lento a la ira, y en él encontraréis consuelo para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil y mi carga, ligera" (Mat. 11:29–30).
Reiterando su constante magisterio contra el control artificial de la natalidad, la Iglesia proporciona un servicio de gran valor a la humanidad. La Iglesia está obligada a presentar las verdades que pueden conocer los hombres de buena voluntad con el uso de su razón de forma clara y directa. Pablo escribe que la Iglesia no puede "evadirse del derecho que se le ha impuesto de proclamar humildemente pero con firmeza toda la ley moral, tanto natural como evangélica. Puesto que la Iglesia no hizo ninguna de estas leyes no puede ser su juez o árbitro—solamente el su guardián e intérprete. Tampoco puede declara legal aquello que es un acto ilegal, ya que eso, por su propia naturaleza, se ha opuesto siempre al verdadero bien del hombre" (HV, número 18). Al enseñar que el control artificial de la natalidad es "vergonzoso e intrínsecamente" (CC, número 54; Cf. HV, número 14), la Iglesia es, "no menos que su divino Fundador, un ‘signo de contradicción’" en el desgraciado camino de nuestro mundo hacia la perdición (HV, número 18; ver Lucas 2:34).
Con seguridad, a principios del siglo XXI, estamos en medio de la ruina moral. La creciente desobediencia a las leyes naturales y divinas en relación con el control artificial de la natalidad clama la venganza de Dios. Las transgresiones contra el matrimonio y la familia atacan a la propia naturaleza de la sociedad humana. Y nuestra incapacidad para honrar el don de la procreación dado por Dios amenaza la misma supervivencia de nuestra especie. Scott Elder, en su libro "Europe’s Baby Bust" (National Geographic, Septiembre de 2003, p. xxx) señala que , según las Naciones Unidas, "la población de Europa disminuirá unos 90 millones de personas en los próximos 50 años, aproximadamente el doble de los muertos en todo el mundo durante la Segunda Guerra Mundial." Elder indica además que Europa—que tiene un índice de fertilidad por debajo del 2,1, cifra necesaria para reemplazar a la población existente—liderará probablemente una disminución mundial de la población: "una tendencia insólita desde la Peste negra del siglo XIV." Ahora, quizás más que nunca, debemos proclamar la santidad del amor y de la vida, no sea que corramos la suerte de Onán, no a manos de Dios, sino a nuestras propias manos.

LA FAMILIA Y EL SACRAMENTO DE MATRIMONIO


La familia y el sacramento del matrimonio
Prof. Jean Galot, Roma


Se ha desarrollado en muchos Estados modernos una legislación que define los derechos y deberes de quienes están vinculados por el matrimonio. Es menester precisar las reglas según las cuales funciona la institución natural, aunque debamos limitar sus exigencias y no nos sea posible encarar todos los problemas que surgen en la vida familiar matrimonial.
El matrimonio en peligro
El matrimonio es la ocasión de una fiesta, en especial de un banquete. En Caná no faltaba la alegría de la fiesta y el banquete se celebraba con vino en abundancia. María estaba presente en esa fiesta: "Estaba allí la madre de Jesús" (Jn 2,1). Es verosímil que hubiera sido invitada al banquete para ayudar en el servicio; se explica así el hecho de que se diera cuenta de que la provisión de vino se había acabado y se preocupara por resolver el problema. La familia de los esposos era pobre: no había podido comprar vino suficiente para una fiesta de matrimonio que duraba ocho días.
"Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos". La invitación se debía a la presencia de María. Puesto que Jesús pasaba por esa zona, era debido invitarlo para que estuviera con su madre, como así también a sus discípulos. En este episodio, María aparece como la que introduce a Jesús en la boda.
Cuando se dirige a su hijo para decirle: "No tienen vino", expone una situación dramática, que simbólicamente indica que un matrimonio se halla en una dificultad: al faltar el vino, ya no era posible seguir la fiesta: la boda corría el riesgo de termina de manera indecorosa.
El don del milagro
La confianza que embargaba el alma de María al pedir un milagro tuvo que enfrentar una resistencia notable. Las palabras pronunciadas en ese momento parecen bastante duras: "¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora".
Jesús no llama a María "madre", sino "mujer". El término "mujer" está cargado de respeto y estimación, pero establece cierta distancia en las relaciones entre madre e hijo.
La distancia es confirmada por la expresión "¿Qué tengo yo contigo?". Estas palabras muestran una separación voluntaria y aluden a la separación que se produjo cuando Jesús dejó a su madre en Nazaret para consagrarse a su misión de predicación. Después del momento de su partida, Jesús es más independiente de su madre, está menos vinculado a los deseos de María.
La hora que aún no ha llegado ha sido identificada, algunas veces, con la hora de la Pasión, pero todo el contexto indica más bien que se trata del primer milagro: se trata de una hora que ha sido determinada de manera especial por el Padre. El primer milagro es particularmente importante porque implica la revelación de la omnipotencia divina de Jesús y revela el señorío que tiene y ejerce en el cumplimiento de su misión salvífica.
Las objeciones que Jesús contrapone claramente al pedido de su madre hubieran podido desanimarla. En especial, la última, sobre la hora que aún no había llegado, parecía excluir toda intervención milagrosa. Podemos comprender que la boda de Caná no fuera el mejor contexto para un milagro. Es comprensible que el Padre hubiera escogido como primer milagro un prodigio más importante que el vino de un banquete, pues tantas miserias esperaban un gesto milagroso de misericordia. Una de esas miserias hubiera podido ser objeto de una intervención que los testigos hubieran apreciado sumamente.
Pero María no retira su pedido. Ha comprendido que las palabras de Jesús le permitían perseverar en su proyecto, porque su omnipotencia no tenía límites. No le responde a su hijo, sino que se dirige a los sirvientes para confirmar que espera un milagro. A menudo se traducen sus palabras a los servidores como "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5). Pero sería más exacto traducir: "Haced cualquier cosa. lo que sea, que él os diga". María espera de Jesús una orden que pueda parecerles extraña a los sirvientes, la orden de un milagro; teme que los sirivientes queden desconcertados y vacilen. Por ello, recomienda fidelidad y obediencia. Obtiene lo que desea, porque cuando Jesús dice: "Llenad las tinajas de agua", los sirvientes las llenan hasta arriba. De esta manera, la intervención de María ha procurado la mayor cantidad de vino para el banquete.
La fiel ejecución de la orden dada por Jesús ha demostrado su eficacia. El episodio revela la "gloria" de Cristo, una gloria que había sido deseada de manera muy especial por María. El evangelista Juan subraya que ese acontecimiento fue el comienzo de los signos o milagros, y el comienzo de una adhesión de fe por parte de los discípulos: Jesús "manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos".
La cantidad de vino ofrecida por Cristo deja entender mejor la amplitud del milagro: las seis tinajas llenas hasta arriba indican la intención divina de responder al pedido de María con una generosidad que llega a la abundancia total. Además, la cantidad no fue en menoscabo de la calidad: es una calidad que el mayordomo nota y le dice al esposo: "Tú has guardado el vino bueno hasta ahora" (2,10).
Presencia de Cristo
Este comienzo constituido por el hecho maravilloso de Caná, nos da una luz para comprender la intención de Jesús de hacer del matrimonio un sacramento. El punto de partida es la situación de muchos matrimonios por el mundo. Están amenazados; como dice María: "no tienen más vino". A veces, la amenaza aparece el día mismo de la boda. Queda de manifiesto la urgencia de una ayuda de lo alto.
Esa ayuda es posible, porque hay un hecho aun más importante que la situación desastrosa del matrimonio: la presencia de Cristo. Jesús no tendiría que haber estado presente, porque ya estaba comprometido con sus discípulos en una misión de predicación que lo llevaría a distintos lugares. Pero su programa había sido alterado por la presencia de su madre, quien, invitada al banquete nupcial, había provocado que la invitación se extendiera a su hijo. Es significativo el encuentro de la madre y el hijo; deberían estar separados, desde el momento en que Jesús había dejado a su madre para dedicarse a la gran empresa de la fundación del reino de Dios. En virtud también de un designio divino superior, Jesús está presente en la fiesta de matrimonio con sus discípulos.
Esta presencia abre el camino a muchas soluciones posibles al problema provocado por la falta de vino. Todas las soluciones son accesibles por la presencia de la persona de Cristo, presencia que dispone de la omnipotencia divina y puede usarla como quiera. Es suficiente saber que estando él presente entre los invitados a la boda, seguramente habrá de hallarse la mejor solución posible.
María, por su parte, no conocía de antemano la solución que recibiría el problema. La afirmación de que la hora del primer milagro aún no había llegado, hacía más oscura, más misteriosa la modalidad escogida por Jesús. Significaba que, según el plan previo del Padre, la boda de Caná no sería el lugar del primer milagro. Pero María creía también en la omnipotencia de su hijo, quien podía obtener todo favor del Padre, incluso un cambio en las circunstancias previstas para el milagro. La recomendación dirigida a los sirvientes indicaba que María esperaba un cambio de este tipo para poder obtener el vino.
En el episodio constatamos, pues, que la fe de la madre de Jesús ha tenido un papel decisivo. De esa fe surgía la iniciativa de pedir la intervención del hijo y, en especial, la audacia de querer obtener un milagro en un momento en que Jesús aún no había hecho milagro alguno. María no se deja distraer de su meta al oír las graves objeciones formuladas por el mismo Jesús, sobre todo la claridad con que le dice que aún no ha llegado la hora del milagro, una hora que era prerrogativa absoluta del Padre. María ha perseverado en su pedido, aun sabiendo que su audacia era grande. Reconocía plenamente la autoridad soberana del Padre y no cometía la menor desobediencia, porque en realidad le pedía al Padre que tomara soberanamente una decisión conforme a su deseo.
Si la decisión hubiera sido tomada en sentido contrario, María la hubiera acogido sin una queja, sin siquiera un gesto de descontento, porque deseaba permanecer abierta y dócil a toda voluntad divina. Pero, precisamente, la decisión aún no había sido tomada cuando la madre dialogaba con su hijo y escuchaba sus objeciones. Así pues, María podía perseverar en su designio y pedir con mayor insistencia el milagro que esperaba. Conocía a su hijo y le parecía que aún había una posibilidad de obtener lo que pedía.
No sólo Jesús no había contrapuesto al pedido de su madre una voluntad del Padre en sentido opuesto, sino que había un motivo importante para esperar que el pedido fuera satisfecho. Se trataba de un pedido a favor de unos pobres. Es significativo el hecho que, verosímilmente, María había concurrido a esa boda porque se trataba de pobres que necesitaban ayuda. Los esposos no habían podido comprar siquiera el vino suficiente para el banquete. Un banquete nupcial que duraría varios días necesitaba una gran cantidad de vino. Debemos suponer que la pobreza les había impedido a los esposos proveerse de la cantidad necesaria.
La situación desastrosa de Caná es un drama de la pobreza. María era particularmente sensible a la pobreza que les impedía a los esposos y a sus invitados celebrar el matrimonio con dignidad. Puesto que Jesús siempre ha dado muestras de compasión ante la miseria de los pobres, podemos comprender que en Caná estuviera especialmente dispuesto a acoger el pedido de su madre.
La transformación
Con la presencia de Cristo es posible la transformación total de la situación.
Es necesario comprender esta transformación en la perspectiva de la vida sacramental y del sacramento del matrimonio.
El primer signo de la transformación se nos da en el episodio evangélico por la presencia de tinajas, que asumen un significado nuevo.
"Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: "Llenad las tinajas de agua". Y las llenaron hasta arriba" (2,6-7).
Las tinajas reciben un empleo distinto: estaban destinadas a ritos de purificación; ahora están destinadas a ser llenadas de vino eucarístico. Se trata de una transformación profunda, que no subraya más la pureza ritual, sino la comunicación de la vida divina que se realiza en la eucaristía.
Como dice el Concilio en Gaudium et Spes (49): "El Señor se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor con un don especial de la gracia y de la caridad. Tal amor, que asocia al mismo tiempo lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, demostrado con ternura de afecto y de obras, e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad se perfecciona y crece. Por consiguiente, supera con mucho la mera inclinación erótica, que, cultivada de forma egoísta, se devanece muy rápida y miserablemente". En este campo de la reflexión, es necesario subrayar siempre la distancia entre el amor y el erotismo. El erotismo provoca la búsqueda del provecho o el placer de uno mismo, mientras que el amor se preocupa del bien del otro. El Concilio observa que "También muchos hombres de nuestro tiempo estiman mucho el verdadero amor entre el marido y la mujer manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los pueblos y las épocas. Este amor, por ser eminentemente humano, ya que se dirige de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona y por ello puede enriquecer con una dignidad peculiar las expresiones del cuerpo y el espíritu y ennoblecerlas como signos especiales de la maistad conyugal" (49). En ese amor recíproco, el sacramento del matrimonio exige dos propiedades fundamentales, afirmadas por Cristo, la unidad y la indisolubilidad. En la antigua alianza, el hombre podía repudiar a la mujer; Jesús, dando su gracia al matrimonio como sacramento, ha querido que fuera indisoluble. Con esa gracia cuentan los cónyuges cristianos para tener una vida digna del sacramento. "Para cumplir con constancia los deberes de esta vocación cristiana, se requiere una insigne virtud; por eso, los esposos, fortalecidos por la gracia para la vida santa, cultivarán y pedirán en la oración, con asiduidad, la firmeza del amor, la magnanimidad y el espíritu de sacrificio" (GS 49). Por medio de la institución del sacramento del matrimonio, Cristo ha concedido a la vida matrimonial la mayor ayuda divina, convirtiéndola en un firme punto de apoyo de la vida cristiana y del desarrollo de la Iglesia.
Para la revelación de esta santificación del matrimonio, hemos considerado como punto de partida el episodio evangélico de las bodas de Caná. Es un episodio que nos sumerge en la actualidad; muchos matrimonios deben enfrentar dificultades que a menudo parecen insuperables. Para resolverlas sería necesario encontrar una fuente de vino nuevo, es decir de amor nuevo. Esta fuente existe: es Cristo. Aquel que había hecho entender que de su seno saldrían "ríos de agua viva", hace brotar esos ríos para desarrollar la vida sacramental en la Iglesia y, de manera más especial, la vida matrimonial.
Con el sacramento del matrimonio, Cristo da en abundancia el vino nuevo para hacer crecer el amor que une a los cónyuges y multiplicar su fuerza espiritual: de esa manera, los hace capaces de cumplir en todo con su misión en la familia y la Iglesia.
El sacramento tiene un papel dinámico. No obra simplemente como un rito, sino como una vida que se desarrolla. Podemos agregar lo que dice Pablo: quien obra no es sólo Cristo, sino, con él, también la Iglesia. "Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,32).