CONCILIO VATICANO I



Vaticano I











Concilio Vaticano I. 1869-1870




Vaticano I. 1869-1870. Se celebró en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, por lo que se denominó Concilio Vaticano I. Papa Pío IX. Contra el racionalismo y el galicanismo, es una tendencia que concedía al Papa, la parte más importante de las decisiones en materia de fe, pero sostenían que estas se hacían infalibles sólo si las aceptaba la Iglesia, es decir, el Concilio. Tuvo que definir solemnemente la infalibilidad Pontificia como dogma de fe, cuando habla "Ex Cathedra". Esto es cuando en calidad de pastor y maestro de todos los cristianos, y haciendo uso de su suprema autoridad apostólica define una doctrina sobre la fe y las costumbres. Esto sucede cuando: 
a) enseña una cosa referente al dogma o moral cristianos;
b) que se dirige a la Iglesia Universal;
c) que habla en su calidad de Maestro supremo de la cristiandad; Si falta una de estas condiciones, el Papa no es infalible. El concilio enseña que únicamente a Pedro se prometio y confirió de modo directo el primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia y su autoridad no deriva precisamente de la Iglesia. El Concilio añade "La Iglesia Romana posee por derecho divino, la primacía de potestad ordinaria sobre todas las demás iglesias. La jurisdicción del pontífice es verdaderamente episcopal e inmediata. La Iglesia es, pues, monarquía de derecho divino, y el Papa recibe plena potestad directamente de Dios." El Papa Pío IX definió también el dogma de la Inmaculada Concepción (1854) Definiciones sobre Dios creador, sobre la Revelación divina, sobre la Fe en relación con la razón, sobre la Iglesia y sobre el Primado e infalibilidad del Romano Pontífice. En el siglo pasado la Iglesia tuvo que afrontar gravísimos males de diferente índole, problemas: políticos, territoriales, ateísmo pujante y el incremento de las sociedades secretas que actuaban con un sectarismo agresivo. Y, dentro, la Iglesia tuvo que mediar buscando elementos de concordia para atraer las dos tendencias opuestas, la liberal y la conservadora. Pío IX a pesar de estar reducido y confinado en el Vaticano, desplegó una gran actividad apostólica en su largo pontificado. Se definieron los dogmas de la Inmaculada Concepción y el de la Infalibilidad del Romano Pontífice. Se convocó al vigésimo Concilio Ecuménico en el Vaticano. Se establecieron, una vez más, los principios básicos sobre la Fe; sobre Dios creador del universo y de todo lo que él contiene; sobre la Revelación divina, ya fuere la escrita (Biblia), ya la oral (Tradición); sobre la Iglesia y su magisterio, como también puntualizar y aclarar las relaciones entre la fe y la razón, que de un siglo a esa parte habían adquirido una gran preponderancia. El tema más controvertido fue sobre la infalibilidad del Romano Pontífice.



Documentos del Vaticano I


Relación de los documentos de Vaticano I clasificados por tipo y fecha:
Sesión 
1ª sesión: Apertura del Concilio 
8/12/1869 
3ª sesión: Dei Filius, Constitución dogmática 
24/4/1870 
4ª sesión: Pastor aeternus, Constitución dogmática 
18/7/1870 
2ª sesión: Profesión de fe 
6/1/1870 



Magisterio del C.E Vaticano I



XX ecuménico (sobre la fe y la Iglesia)




CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA "FILIUS DEI" SOBRE LA FE CATÓLICATercera Sesión: 24-IV-1870
CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA "PASTOR AETERNUS" SOBRE LA IGLESIA DE CRISTOCuarta Sesión: 18-VII-1870

De la doble potestad en la tierra


(De la Encíclica Etsi multa luctuosa, de 21 de noviembre de 1873)... La fe, sin embargo, enseña y la razón humana demuestra que existe un doble orden de cosas, y, a par de ellas, que deben distinguirse dos potestades sobre la tierra: la una natural que mira por la tranquilidad de la sociedad humana y por los asuntos seculares, y la otra, cuyo origen está por encima de la naturaleza, y que preside a la ciudad de Dios, es decir, a la Iglesia de Cristo, instituída divinamente para la paz de las almas y su salud eterna. Ahora bien, estos oficios (de esta doble potestad, están sapientísimamente ordenados, a fin, de dar a Dios lo que es de Dios, y al César, y por Dios, lo que es del César (Mt. 22, 21); "el cual justamente es grande, porque es menor que el cielo; pues él mismo es también de Aquel de quien es el cielo y toda criatura. A la verdad, de este mandamiento divino no se desvió jamás la Iglesia, que siempre y en todas partes se esfuerza en inculcar en el alma de sus fieles la obediencia que inviolablemente deben guardar para con los príncipes supremos y sus derechos en cuanto a las cosas seculares, y enseña con el Apóstol que los príncipes no son de temer para el bien obrar, sino para el mal obrar, mandando a sus fieles que estén sujetos no sólo por motivo de la ira, puesto que el príncipe lleva la espada para vengar su ira contra el que obra mal, sino también por motivo de conciencia, pues en su oficio es ministro de Dios (Rom. 13, 3 ss). Mas este temor a los príncipes, ella misma lo limitó a las malas obras, excluyéndolo totalmente de la observancia de la divina ley, como quien recuerda lo que el bienaventurado Pedro enseñó a los fieles: Que ninguno de vosotros tenga que sufrir como homicida o como ladrón o como maldiciente o codiciador de lo ajeno; pero si sufre como cristiano, no se avergüence por ello, sino glorifique a Dios en este nombre (1 Petr. 4, 15 s).





De la libertad de la Iglesia


(De la Encíclica Quod nunquam, a los obispos de Prusia, de 5 de febrero de 1875)... Nos proponemos cumplir los deberes de nuestro cargo al denunciar por estas Letras con pública protesta a todos los que el asunto atañe y al orbe católico entero, que esas leyes son nulas, por oponerse totalmente a la constitución divina de la Iglesia. Porque no son los poderosos de este mundo los que Dios puso al frente de los obispos en aquello que toca al santo ministerio, sino el bienaventurado Pedro, a quien encomendó apacentar no sólo los corderos, sino también las ovejas (cf. Ioh. 21, 16-17); y por tanto por ninguna potestad secular, por elevada que sea, pueden ser privados de su oficio episcopal aquellos a quienes el Espíritu Santo puso por obispos para regir la Iglesia de Dios (Act. 20, 28) .. Pero sepan los que os son hostiles que al negaros vosotros a dar al César lo que es de Dios, no habéis de inferir injuria alguna a la autoridad regia y en nada la habéis de negar, pues está escrito que es menester obedecer a Dios antes que a los hombres (Act. 5, 29); y juntamente sepan que cada uno de vosotros está dispuesto a dar al César tributo y obediencia, no por motivo de ira, sino por conciencia (Rom. 13, 5 s) en aquellas cosas que están sometidas al imperio y potestad civil.





De la explicación de la transustanciación


(Del Decreto del Santo Oficio de 7 de julio de 1875)A la duda: "Si puede tolerarse la explicación de la transustanciación en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía que se comprende en las proposiciones siguientes:1. Como la razón formal de la hipóstasis es ser por sí o sea subsistir por sí, así la razón formal de la sustancia es ser en sí y no ser actualmente sustentada en otro como primer sujeto; porque deben distinguirse bien estas dos cosas: ser por sí (que es la razón formal de la hipóstasis) y ser en sí (que es la razón formal de la sustancia).2. Por eso, así como la naturaleza humana en Cristo no es hipóstasis, porque no subsiste por sí, sino que es asumida por la hipóstasis divina superior; así, una sustancia finita, por ejemplo la sustancia del pan, deja de ser sustancia por el solo hecho y sin otra mutación de sí, de que se sustenta en otro sobrenaturalmente, de modo que ya no está en sí, sino en otro como en sujeto primero.3. De ahí que la transustanciación o conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo puede explicarse de la siguiente manera: El cuerpo de Cristo al hacerse sustancialmente presente en la Eucaristía, sustenta la naturaleza del pan, que deja de ser sustancia por el mero hecho, y sin otra mutación de sí, de que ya no está en sí, sino en otro sustentante; y por tanto, permanece, efectivamente, la naturaleza de pan, pero en ella cesa la razón formal de sustancia; y, consiguientemente, no son dos sustancias, sino una sola, a saber, la del cuerpo de Cristo.4. Así, pues, en la Eucaristía permanecen la materia y forma de los elementos del pan; pero existiendo ya en otro sobrenaturalmente, no tienen razón de sustancia, sino que tienen razón de accidente sobrenatural, no como si afectaran al cuerpo de Cristo a la manera de los accidentes naturales, sino sólo en cuanto son sustentados por el cuerpo de Cristo del modo que se ha dicho".Se respondió: "Que la doctrina de la transustanciación, tal como aquí se expone, no puede ser tolerada".




Del placet regio


(De la Alocución Luctuosis exagitati, de 12 de marzo de 1877)... Nos recientemente nos vimos forzados a declarar que puede tolerarse que las actas de la institución canónica de los mismos obispos sean presentadas a la potestad laica, (lo cual declaramos) con el fin de remediar, en cuanto de Nos dependa, funestísimas circunstancias, en que ya no se trataba de la posesión de bienes temporales, sino que se ponían en evidente peligro las conciencias de los fieles, su paz y el cuidado y salvación de las almas, que es para Nos la suprema ley. Pero en eso que hicimos para evitar gravísimos peligros, queremos que pública y reiteradamente se reconozca que Nos absolutamente reprobamos y detestamos aquella injusta ley que se llama placet regio, declarando abiertamente que por ella se hiere la autoridad divina de la Iglesia y se viola su libertad (v. 1829).






«FILIUS-DEI» SOBRE LA FE CATÓLICA


TERCERA SESIÓN: 24 DE ABRIL DE 1870Pío, obispo,siervo de los siervos de Dios,con la aprobación del Sagrado Concilio,para perpetua memoria. El Hijo de Dios y redentor del género humano, nuestro Señor Jesucristo, prometió, estando pronto a retornar a su Padre celestial, que estaría con su Iglesia militante sobre la tierra todos los días hasta el fin del mundo(1). De aquí que nunca en momento alguno ha dejado de acompañar a su amada esposa, asistiéndola cuando enseña, bendiciéndola en sus labores y trayéndole auxilio cuando está en peligro. Ahora esta providencia salvadora aparece claramente en innumerables beneficios, pero es especialmente manifiesta en los frutos que han sido asegurados al mundo cristiano por los concilios ecuménicos, de entre los cuales el Concilio de Trento merece especial mención, celebrados aunque fuese en malos tiempos. De allí vino una más cercana definición y una más fructífera exposición de los santos dogmas de la religión y la condenación y represión de errores; de allí también, la restauración y vigoroso fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, el avance del clero en el celo por el saber y la piedad, la fundación de colegios para la educación de los jóvenes a la sagrada milicia; y finalmente la renovación de la vida moral del pueblo cristiano a través de una instrucción más precisa de los fieles y una más frecuente recepción de los sacramentos. Además, de allí también vino una mayor comunión de los miembros con la cabeza visible, y un mayor vigor en todo el cuerpo místico de Cristo. De allí vino la multiplicación de las familias religiosas y otros institutos de piedad cristiana; así también ese decidido y constante ardor por la expansión del reino de Cristo por todo el mundo, incluso hasta el derramamiento de la propia sangre. Mientras recordamos con corazones agradecidos, como corresponde, estos y otros insignes frutos que la misericordia divina ha otorgado a la Iglesia, especialmente por medio del último sínodo ecuménico, no podemos acallar el amargo dolor que sentimos por tan graves males, que han surgido en su mayor parte ya sea porque la autoridad del sagrado sínodo fue despreciada por muchos, ya porque fueron negados sus sabios decretos. Nadie ignora que estas herejías, condenadas por los padres de Trento, que rechazaron el magisterio divino de la Iglesia y dieron paso a que las preguntas religiosas fueran motivo de juicio de cada individuo, han gradualmente colapsado en una multiplicidad de sectas, ya sea en acuerdo o desacuerdo unas con otras; y de esta manera mucha gente ha tenido toda fe en Cristo como destruida. Ciertamente, incluso la Santa Biblia misma, la cual ellos clamaban al unísono ser la única fuente y criterio de la fe cristiana, no es más proclamada como divina sino que comienzan a asimilarla a las invenciones del mito. De esta manera nace y se difunde a lo largo y ancho del mundo aquella doctrina del racionalismo o naturalismo --radicalmente opuesta a la religión cristiana, ya que ésta es de origen sobrenatural--, la cual no ahorra esfuerzos en lograr que Cristo, quien es nuestro único Señor y salvador, sea excluido de las mentes de las personas así como de la vida moral de las naciones y se establezca así el reino de lo que ellos llaman la simple razón o naturaleza. El abandono y rechazo de la religión cristiana, así como la negación de Dios y su Cristo, ha sumergido la mente de muchos en el abismo del panteísmo, materialismo y ateísmo, de modo que están luchando por la negación de la naturaleza racional misma, de toda norma sobre lo correcto y justo, y por la ruina de los fundamentos mismos de la sociedad humana. Con esta impiedad difundiéndose en toda dirección, ha sucedido infelizmente que muchos, incluso entre los hijos de la Iglesia católica, se han extraviado del camino de la piedad auténtica, y como la verdad se ha ido diluyendo gradualmente en ellos, su sentido católico ha sido debilitado. Llevados a la deriva por diversas y extrañas doctrinas(2), y confundiendo falsamente naturaleza y gracia, conocimiento humano y fe divina, se encuentra que distorsionan el sentido genuino de los dogmas que la Santa Madre Iglesia sostiene y enseña, y ponen en peligro la integridad y la autenticidad de la fe. Viendo todo esto, ¿cómo puede ser que no se conmuevan las íntima entrañas de la Iglesia? Pues así como Dios desea que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad(3), así como Cristo vino para salvar lo que estaba perdido(4) y congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos(5), así también la Iglesia, constituida por Dios como madre y maestra de todas las naciones, reconoce sus obligaciones para con todos y está siempre lista y anhelante de levantar a los caídos, de sostener a los que tropiezan, de abrazar a los que vuelven y de fortalecer a los buenos impulsándolos hacia lo que es mejor. De esta manera, ella no puede nunca dejar de testimoniar y declarar la verdad de Dios que sana a todos(6), ya que no ignora estas palabras dirigidas a ella: «Mi espíritu está sobre ti, y estas palabras mías que he puesto en tu boca no se alejarán de tu boca ni ahora ni en toda la eternidad»(7). Por lo tanto nosotros, siguiendo los pasos de nuestros predecesores, en conformidad con nuestro supremo oficio apostólico, nunca hemos dejado de enseñar y defender la verdad católica, así como de condenar las doctrinas erradas. Pero ahora es nuestro propósito profesar y declarar desde esta cátedra de Pedro ante los ojos de todos la doctrina salvadora de Cristo, y, por el poder que nos es dado por Dios, rechazar y condenar los errores contrarios. Hemos de hacer esto con los obispos de todo el mundo como nuestros co-asesores y compañeros-jueces, reunidos aquí como lo están en el Espíritu Santo por nuestra autoridad en este concilio ecuménico, y apoyados en la Palabra de Dios como la hemos recibido en la Escritura y la Tradición, religiosamente preservada y auténticamente expuesta por la Iglesia Católica. 




CAPÍTULO 1 SOBRE DIOS CREADOR DE TODAS LAS COSAS


La Iglesia Santa, Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un sólo Dios verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmensurable, incomprensible, infinito en su entendimiento, voluntad y en toda perfección. Ya que Él es una única substancia espiritual, singular, completamente simple e inmutable, debe ser declarado distinto del mundo, en realidad y esencia, supremamente feliz en sí y de sí, e inefablemente excelso por encima de todo lo que existe o puede ser concebido aparte de Él. Este único Dios verdadero, por su bondad y virtud omnipotente, no con la intención de aumentar su felicidad, ni ciertamente de obtenerla, sino para manifestar su perfección a través de todas las cosas buenas que concede a sus creaturas, por un plan absolutamente libre, «juntamente desde el principio del tiempo creo de la nada a una y otra creatura, la espiritual y la corporal, a saber, la angélico y la mundana, y luego la humana, como constituida a la vez de espíritu y de cuerpo»(8). Todo lo que Dios ha creado, lo protege y gobierna con su providencia, que llega poderosamente de un confín a otro de la tierra y dispone todo suavemente(9). «Todas las cosas están abiertas y patentes a sus ojos»(10), incluso aquellas que ocurrirán por la libre actividad de las creaturas. 




CAPÍTULO 2 SOBRE LA REVELACIÓN


La misma Santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza a partir de las cosas creadas con la luz natural de la razón humana: «porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de lo creado»(11). Plugo, sin embargo, a su sabiduría y bondad revelarse a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad al género humano por otro camino, y éste sobrenatural, tal como lo señala el Apóstol: «De muchas y distintas maneras habló Dios desde antiguo a nuestros padres por medio los profetas; en estos últimos días nos ha hablado por su Hijo»(12). Es, ciertamente, gracias a esta revelación divina que aquello que en lo divino no está por sí mismo más allá del alcance de la razón humana, puede ser conocido por todos, incluso en el estado actual del género humano, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno. Pero no por esto se ha de sostener que la revelación sea absolutamente necesaria, sino que Dios, por su bondad infinita, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, esto es, a participar de los bienes divinos, que sobrepasan absolutamente el entendimiento de la mente humana; ciertamente «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios preparó para aquellos que lo aman»(13). Esta revelación sobrenatural, conforme a la fe de la Iglesia universal declarada por el sagrado concilio de Trento, «está contenida en libros escritos y en tradiciones no escritas, que fueron recibidos por los apóstoles de la boca del mismo Cristo, o que, transmitidos como de mano en mano desde los apóstoles bajo el dictado del Espíritu Santo, han llegado hasta nosotros»(14). Los libros íntegros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, según están enumerados en el decreto del mencionado concilio y como se encuentran en la edición de la Antigua Vulgata Latina, deben ser recibidos como sagrados y canónicos. La Iglesia estos libros por sagrados y canónicos no porque ella los haya aprobado por su autoridad tras haber sido compuestos por obra meramente humana; tampoco simplemente porque contengan sin error la revelación; sino porque, habiendo sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y han sido confiadas como tales a la misma Iglesia. Ahora bien, ya que cuanto saludablemente decretó el concilio de Trento acerca de la interpretación de la Sagrada Escritura para constreñir a los ingenios petulantes, es expuesto erróneamente por ciertos hombres, renovamos dicho decreto y declaramos su significado como sigue: que en materia de fe y de las costumbres pertinentes a la edificación de la doctrina cristiana, debe tenerse como verdadero el sentido de la Escritura que la Santa Madre Iglesia ha sostenido y sostiene, ya que es su derecho juzgar acerca del verdadero sentido e interpretación de las Sagradas Escrituras; y por eso, a nadie le es lícito interpretar la Sagrada Escritura en un sentido contrario a éste ni contra el consentimiento unánime de los Padres. 




CAPÍTULO 3 SOBRE LA FE


Ya que el hombre depende totalmente de Dios como su creador y Señor, y ya que la razón creada está completamente sujeta a la verdad increada; nos corresponde rendir a Dios que revela el obsequio del entendimiento y de la voluntad por medio de la fe. La Iglesia Católica profesa que esta fe, que es «principio de la salvación humana»(15), es una virtud sobrenatural, por medio de la cual, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos como verdadero aquello que Él ha revelado, no porque percibamos su verdad intrínseca por la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios mismo que revela y no puede engañar ni ser engañado. Así pues, la fe, como lo declara el Apóstol, «es garantía de lo que se espera, la prueba de las realidades que no se ven»(16). Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe sea de acuerdo a la razón(17), quiso Dios que a la asistencia interna del Espíritu Santo estén unidas indicaciones externas de su revelación, esto es, hechos divinos y, ante todo, milagros y profecías, que, mostrando claramente la omnipotencia y conocimiento infinito de Dios, son signos ciertísimos de la revelación y son adecuados al entendimiento de todos. Por eso Moisés y los profetas, y especialmente el mismo Cristo Nuestro Señor, obraron muchos milagros absolutamente claros y pronunciaron profecías; y de los apóstoles leemos: «Salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban»(18). Y nuevamente está escrito: «Tenemos una palabra profética más firme, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a lámparas que iluminan en lugar oscuro»(19). Ahora, si bien el asentimiento de la fe no es de manera alguna un movimiento ciego de la mente, nadie puede, sin embargo, «aceptar la predicación evangélica» como es necesario para alcanzar la salvación, «sin la inspiración y la iluminación del Espíritu Santo, quien da a todos la facilidad para aceptar y creer en la verdad»(20). Por lo tanto, la fe en sí misma, aunque no opere mediante la caridad(21), es un don de Dios, y su acto es obra que atañe a la salvación, con el que la persona rinde verdadera obediencia a Dios mismo cuando acepta y colabora con su gracia, la cual puede resistir(22). Por tanto, deben ser creídas con fe divina y católica todas aquellas cosas que están contenidas en la Palabra de Dios, escrita o transmitida, y que son propuestas por la Iglesia para ser creídas como materia divinamente revelada, sea por juicio solemne, sea por su magisterio ordinario y universal. Ya que «sin la fe... es imposible agradar a Dios»(23) y llegar al consorcio de sus hijos, se sigue que nadie pueda nunca alcanzar la justificación sin ella, ni obtener la vida eterna a no ser que «persevere hasta el fin»(24) en ella. Así, para que podamos cumplir nuestro deber de abrazar la verdadera fe y perseverar inquebrantablemente en ella, Dios, mediante su Hijo Unigénito, fundó la Iglesia y la proveyó con notas claras de su institución, para que pueda ser reconocida por todos como custodia y maestra de la Palabra revelada. Sólo a la Iglesia Católica pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan maravillosas, que han sido divinamente dispuestas para la evidente credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia misma por razón de su admirable propagación, su sobresaliente santidad y su incansable fecundidad en toda clase de bienes, por su unidad católica y su invencible estabilidad, es un gran y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su misión divino. Así sucede que, como estandarte levantado para todas las naciones(25), invita también a sí a quienes no han creído aún, y asegura a sus hijos que la fe que ellos profesan descansa en el más seguro de los fundamentos. A este testimonio se añade el auxilio efectivo del poder de lo alto. El benignísimo Señor mueve y auxilia con su gracia a aquellos que se extravían, para que puedan «llegar al conocimiento de la verdad»(26); y confirma con su gracia a quienes «ha trasladado de las tinieblas a su luz admirable»(27), para que puedan perseverar en su luz, no abandonándolos, a no ser que sea abandonado. Por lo tanto, la situación de aquellos que por el don celestial de la fe han abrazado la verdad católica, no es en modo alguno igual a la de aquellos que, guiados por las opiniones humanas, siguen una religión falsa; ya que quienes han aceptado la fe bajo la guía de la Iglesia no tienen nunca una razón justa para cambiar su fe o ponerla en cuestión. Siendo esto así, «dando gracias a Dios Padre que nos ha hecho dignos de compartir con los santos en la luz»(28) no descuidemos tan grande salvación, sino que «mirando en Jesús al autor y consumador de nuestra fe»(29), «mantengamos inconmovible la confesión de nuestra esperanza»(30). 




CAPÍTULO 4 SOBRE LA FE Y LA RAZÓN


El asentimiento perpetuo de la Iglesia católica ha sostenido y sostiene que hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto. Por su principio, porque en uno conocemos mediante la razón natural y en el otro mediante la fe divina; y por su objeto, porque además de aquello que puede ser alcanzado por la razón natural, son propuestos a nuestra fe misterios escondidos por Dios, los cuales sólo pueden ser conocidos mediante la revelación divina. Por tanto, el Apóstol, quien atestigua que Dios es conocido por los gentiles «a partir de las cosas creadas»(31), cuando habla sobre la gracia y la verdad que «nos vienen por Jesucristo»(32), declara sin embargo: «Proclamamos una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, desconocida de todos los príncipes de este mundo... Dios nos la reveló por medio del Espíritu; ya que el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios»(33). Y el Unigénito mismo, en su confesión al Padre, reconoce que éste ha ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las ha revelado a los pequeños(34). Y ciertamente la razón, cuando iluminada por la fe busca persistente, piadosa y sobriamente, alcanza por don de Dios cierto entendimiento, y muy provechoso, de los misterios, sea por analogía con lo que conoce naturalmente, sea por la conexión de esos misterios entre sí y con el fin último del hombre. Sin embargo, la razón nunca es capaz de penetrar esos misterios en la manera como penetra aquellas verdades que forman su objeto propio; ya que los divinos misterios, por su misma naturaleza, sobrepasan tanto el entendimiento de las creaturas que, incluso cuando una revelación es dada y aceptada por la fe, permanecen estos cubiertos por el velo de esa misma fe y envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal «vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión»(35). Pero aunque la fe se encuentra por encima de la razón, no puede haber nunca verdadera contradicción entre una y otra: ya que es el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, quien ha dotado a la mente humana con la luz de la razón. Dios no puede negarse a sí mismo, ni puede la verdad contradecir la verdad. La aparición de esta especie de vana contradicción se debe principalmente al hecho o de que los dogmas de la fe no son comprendidos ni explicados según la mente de la Iglesia, o de que las fantasías de las opiniones son tenidas por axiomas de la razón. De esta manera, «definimos que toda afirmación contraria a la verdad de la fe iluminada es totalmente falsa»(36). Además la Iglesia que, junto con el oficio apostólico de enseñar, ha recibido el mandato de custodiar el depósito de la fe, tiene por encargo divino el derecho y el deber de proscribir toda falsa ciencia(37), a fin de que nadie sea engañado por la filosofía y la vana mentira(38). Por esto todos los fieles cristianos están prohibidos de defender como legítimas conclusiones de la ciencia aquellas opiniones que se sabe son contrarias a la doctrina de la fe, particularmente si han sido condenadas por la Iglesia; y, más aun, están del todo obligados a sostenerlas como errores que ostentan una falaz apariencia de verdad. La fe y la razón no sólo no pueden nunca disentir entre sí, sino que además se prestan mutua ayuda, ya que, mientras por un lado la recta razón demuestra los fundamentos de la fe e, iluminada por su luz, desarrolla la ciencia de las realidades divinas; por otro lado la fe libera a la razón de errores y la protege y provee con conocimientos de diverso tipo. Por esto, tan lejos está la Iglesia de oponerse al desarrollo de las artes y disciplinas humanas, que por el contrario las asiste y promueve de muchas maneras. Pues no ignora ni desprecia las ventajas para la vida humana que de ellas se derivan, sino más bien reconoce que esas realidades vienen de «Dios, el Señor de las ciencias»(39), de modo que, si son utilizadas apropiadamente, conducen a Dios con la ayuda de su gracia. La Iglesia no impide que estas disciplinas, cada una en su propio ámbito, aplique sus propios principios y métodos; pero, reconociendo esta justa libertad, vigila cuidadosamente que no caigan en el error oponiéndose a las enseñanzas divinas, o, yendo más allá de sus propios límites, ocupen lo perteneciente a la fe y lo perturben. Así pues, la doctrina de la fe que Dios ha revelado es propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado. De ahí que también hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonar bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo. «Que el entendimiento, el conocimiento y la sabiduría crezcan con el correr de las épocas y los siglos, y que florezcan grandes y vigorosos, en cada uno y en todos, en cada individuo y en toda la Iglesia: pero esto sólo de manera apropiada, esto es, en la misma doctrina, el mismo sentido y el mismo entendimiento»(40). 








CÁNONES SOBRE DIOS CREADOR DE TODAS LAS COSAS SOBRE LA REVELACIÓN SOBRE LA FE SOBRE LA FE Y LA RAZÓN * * * * * 




CÁNONES SOBRE DIOS CREADOR DE TODAS LAS COSAS


1. Si alguno negare al único Dios verdadero, creador y señor de las cosas visibles e invisibles: sea anatema. 2. Si alguno fuere tan osado como para afirmar que no existe nada fuera de la materia: sea anatema. 3. Si alguno dijere que es una sola y la misma la substancia o esencia de Dios y la de todas las cosas: sea anatema. 4. Si alguno dijere que las cosas finitas, corpóreas o espirituales, o por lo menos las espirituales, han emanado de la substancia divina; o que la esencia divina, por la manifestación y evolución de sí misma se transforma en todas las cosas; o, finalmente, que Dios es un ser universal e indefinido que, determinándose a sí mismo, establece la totalidad de las cosas, distinguidas en géneros, especies e individuos: sea anatema. 5. Si alguno no confesare que el mundo y todas las cosas que contiene, espirituales y materiales, fueron producidas de la nada por Dios de acuerdo a la totalidad de su substancia; o sostuviere que Dios no creó por su voluntad libre de toda necesidad, sino con la misma necesidad con que se ama a sí mismo; o negare que el mundo fue creado para gloria de Dios: sea anatema. 




CÁNONES SOBRE LA REVELACIÓN


1. Si alguno dijere que Dios, uno y verdadero, nuestro creador y Señor, no puede ser conocido con certeza a partir de las cosas que han sido hechas, con la luz natural de la razón humana: sea anatema. 2. Si alguno dijere que es imposible, o inconveniente, que el ser humano sea instruido por medio de la revelación divina acerca de Dios y del culto que debe tributársele: sea anatema. 3. Si alguno dijere que el ser humano no puede ser divinamente elevado a un conocimiento y perfección que supere lo natural, sino que puede y debe finalmente alcanzar por sí mismo, en continuo progreso, la posesión de toda verdad y de todo bien: sea anatema. 4. Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos todos los libros de la Sagrada Escritura con todas sus partes, tal como los enumeró el Concilio de Trento, o negare que ellos sean divinamente inspirados: sea anatema. 




Vaticano I - CÁNONES SOBRE LA REVELACIÓN




CÁNONES SOBRE LA FE


1. Si alguno dijere que la razón humana es de tal modo independiente que no puede serle mandada la fe por Dios: sea anatema. 2. Si alguno dijere que la fe divina no se distingue del conocimiento natural sobre Dios y los asuntos morales, y que por consiguiente no se requiere para la fe divina que la verdad revelada sea creída por la autoridad de Dios que revela: sea anatema. 3. Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos externos, y que por lo tanto los hombres deben ser movidos a la fe sólo por la experiencia interior de cada uno o por inspiración privada: sea anatema. 4. Si alguno dijere que todos los milagros son imposibles, y que por lo tanto todos los relatos de ellos, incluso aquellos contenidos en la Sagrada Escritura, deben ser dejados de lado como fábulas o mitos; o que los milagros no pueden ser nunca conocidos con certeza, ni puede con ellos probarse legítimamente el origen divino de la religión cristiana: sea anatema. 5. Si alguno dijere que el asentimiento a la fe cristiana no es libre, sino que necesariamente es producido por argumentos de la razón humana; o que la gracia de Dios es necesaria sólo para la fe viva que obra por la caridad(41): sea anatema. 6. Si alguno dijere que la condición de los fieles y de aquellos que todavía no han llegado a la única fe verdadera es igual, de manera que los católicos pueden tener una causa justa para poner en duda, suspendiendo su asentimiento, la fe que ya han recibido bajo el magisterio de la Iglesia, hasta que completen una demostración científica de la credibilidad y verdad de su fe: sea anatema. 




CÁNONES SOBRE LA FE Y LA RAZÓN


1. Si alguno dijere que en la revelación divina no está contenido ningún misterio verdadero y propiamente dicho, sino que todos los dogmas de la fe pueden ser comprendidos y demostrados a partir de los principios naturales por una razón rectamente cultivada: sea anatema. 2. Si alguno dijere que las disciplinas humanas deben ser desarrolladas con tal grado de libertad que sus aserciones puedan ser sostenidas como verdaderas incluso cuando se oponen a la revelación divina, y que estas no pueden ser prohibidas por la Iglesia: sea anatema. 3. Si alguno dijere que es posible que en algún momento, dado el avance del conocimiento, pueda asignarse a los dogmas propuestos por la Iglesia un sentido distinto de aquel que la misma Iglesia ha entendido y entiende: sea anatema. Así pues, cumpliendo nuestro oficio pastoral supremo, suplicamos por el amor de Jesucristo y mandamos, por la autoridad de aquél que es nuestro Dios y Salvador, a todos los fieles cristianos, especialmente a las autoridades y a los que tienen el deber de enseñar, que pongan todo su celo y empeño en apartar y eliminar de la Iglesia estos errores y en difundir la luz de la fe purísima. Mas como no basta evitar la contaminación de la herejía, a no ser que se eviten cuidadosamente también aquellos errores que se le acercan en mayor o menor grado, advertimos a todos de su deber de observar las constituciones y decretos en que tales opiniones erradas, incluso no mencionadas expresamente en este documento, han sido proscritas y prohibidas por esta Santa Sede. (1) Ver Mt 28,20. (2) Ver Heb 13,9. (3) 1Tim 2,4. (4) Ver Lc 19,10. (5) Ver Jn 11,52. (6) Ver Sab 16,12. (7) Is 59,21. (8) Concilio de Letrán IV, can. 2 y 5. (9) Ver Sab 8,1. (10) Heb 4,13. (11) Rom 1,20. (12) Heb 1,1ss. (13) 1Cor 2,9 (14) Concilio de Trento, sesión IV, dec. I. (15) Concilio de Trento, sesión VI, dec. sobre la justificación, cap. 8. (16) Heb 11,1. (17) Cf. Rom 12,1. (18) Mc 16,20. (19) 2Pe 1,19. (20) Concilio II de Orange, can. VII. (21) Cf. Gal 5,6 (22) Cf. Concilio de Trento, sesión VI, dec. sobre la justificación, cap. 5s. (23) Heb 11,6. (24) Mt 10,22; 24,13 (25) Cf. Is 11,12 (26) 1Tim 2,4. (27) 1Pe 2,9. (28) Col 1,2 (29) Heb 12,2 (30) Heb 10,23. (31) Rom 1,20. (32) Ver Jn 1,17. (33) 1Cor 2, 7-8.10. (34) Ver Mt 11,25. (35) 2Cor 5,6s. (36) Concilio de Letrán V, sesión VIII, 19. (37) Ver 1Tim 6,20. (38) Ver Col 2,8. (39) Ver 1Re 2,3. (40) Vicentius Lerinensis, Commonitorium primum, c. 23 (PL 50, 668). (41) Ver Gal 5,6.








«PASTOR AETERNUS» SOBRE LA IGLESIA DE CRISTO


CUARTA SESIÓN: 18 de julio de 1870 Pío, obispo,siervo de los siervos de Dios,con la aprobación del Sagrado Concilio,para perpetua memoria. El eterno pastor y guardián de nuestras almas(1), en orden a realizar permanentemente la obra salvadora de la redención, decretó edificar la Santa Iglesia, en la que todos los fieles, como en la casa del Dios viviente, estén unidos por el vínculo de una misma fe y caridad. De esta manera, antes de ser glorificado, suplicó a su Padre, no sólo por los apóstoles sino también por aquellos que creerían en Él a través de su palabra, que todos ellos sean uno como el mismo Hijo y el Padre son uno(2). Así entonces, como mandó a los apóstoles, que había elegido del mundo(3), tal como Él mismo había sido enviado por el Padre(4), de la misma manera quiso que en su Iglesia hubieran pastores y maestros hasta la consumación de los siglos(5). Así, para que el oficio episcopal fuese uno y sin división y para que, por la unión del clero, toda la multitud de creyentes se mantuviese en la unidad de la fe y de la comunión, colocó al bienaventurado Pedro sobre los demás apóstoles e instituyó en él el fundamento visible y el principio perpetuo de ambas unidades, sobre cuya fortaleza se construyera un templo eterno, y la altura de la Iglesia, que habría de alcanzar el cielo, se levantara sobre la firmeza de esta fe(6). Y ya que las puertas del infierno, para derribar, si fuera posible, a la Iglesia, se levantan por doquier contra su fundamento divinamente dispuesto con un odio que crece día a día, juzgamos necesario, con la aprobación del Sagrado Concilio, y para la protección, defensa y crecimiento del rebaño católico, proponer para ser creída y sostenida por todos los fieles, según la antigua y constante fe de la Iglesia Universal, la doctrina acerca de la institución, perpetuidad y naturaleza del sagrado primado apostólico, del cual depende la fortaleza y solidez de la Iglesia toda; y proscribir y condenar los errores contrarios, tan dañinos para el rebaño del Señor. 




Capítulo 1 Acerca de la institución del primado apostólico en el bienaventurado Pedro


Así pues, enseñamos y declaramos que, de acuerdo al testimonio del Evangelio, un primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia de Dios fue inmediata y directamente prometido al bienaventurado Apóstol Pedro y conferido a él por Cristo el Señor. Fue sólo a Simón, a quien ya le había dicho «Tú te llamarás Cefas»(7), que el Señor, después de su confesión, «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», dijo estas solemnes palabras: «Bendito eres tú, Simón Bar-Jonás. Porque ni la carne ni la sangre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo, tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que ates en la tierra será atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra será desatado en el cielo»(8). Y fue sólo a Simón Pedro que Jesús, después de su resurrección, le confió la jurisdicción de Pastor Supremo y gobernante de todo su redil, diciendo: «Apacienta mis corderos», «apacienta mis ovejas»(9). A esta enseñanza tan manifiesta de las Sagradas Escrituras, como siempre ha sido entendido por la Iglesia Católica, se oponen abiertamente las opiniones distorsionadas de quienes falsifican la forma de gobierno que Cristo el Señor estableció en su Iglesia y niegan que solamente Pedro, en preferencia al resto de los apóstoles, tomados singular o colectivamente, fue dotado por Cristo con un verdadero y propio primado de jurisdicción. Lo mismo debe ser dicho de aquellos que afirman que este primado no fue conferido inmediata y directamente al mismo bienaventurado Pedro, sino que lo fue a la Iglesia y que a través de ésta fue transmitido a él como ministro de la misma Iglesia.

(Canon)


Por lo tanto, si alguien dijere que el bienaventurado Apóstol Pedro no fue constituido por Cristo el Señor como príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante; o que era éste sólo un primado de honor y no uno de verdadera y propia jurisdicción que recibió directa e inmediatamente de nuestro Señor Jesucristo mismo: sea anatema. 




Capítulo 2: Sobre la perpetuidad del primado del bienaventurado Pedro en los Romanos Pontífices


Aquello que Cristo el Señor, príncipe de los pastores y gran pastor de las ovejas, instituyó en el bienaventurado Apóstol Pedro, para la perpetua salvación y perenne bien de la Iglesia, debe por necesidad permanecer para siempre, por obra del mismo Señor, en la Iglesia que, fundada sobre piedra, se mantendrá firme hasta el fin de los tiempos(10). «Para nadie puede estar en duda, y ciertamente ha sido conocido en todos los siglos, que el santo y muy bienaventurado Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y fundamento de la Iglesia Católica, recibió las llaves del reino de nuestro Señor Jesucristo, salvador y redentor del género humano, y que hasta este día y para siempre él vive», preside y «juzga en sus sucesores»(11) los obispos de la Santa Sede Romana, fundada por él mismo y consagrada con su sangre. Por lo tanto todo el que sucede a Pedro en esta cátedra obtiene, por la institución del mismo Cristo, el primado de Pedro sobre toda la Iglesia. «De esta manera permanece firme la disposición de la verdad, el bienaventurado Pedro persevera en la fortaleza de piedra que le fue concedida y no abandona el timón de la Iglesia que una vez recibió»(12). Por esta razón siempre ha sido «necesario para toda Iglesia --es decir para los fieles de todo el mundo--» «estar de acuerdo» con la Iglesia Romana «debido a su más poderosa principalidad»(13), para que en aquella sede, de la cual fluyen a todos «los derechos de la venerable comunión»(14), estén unidas, como los miembros a la cabeza, en la trabazón de un mismo cuerpo. Por lo tanto, si alguno dijere que no es por institución del mismo Cristo el Señor, es decir por derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en su primado sobre toda la Iglesia, o que el Romano Pontífice no es el sucesor del bienaventurado Pedro en este misma primado: sea anatema. 




Capítulo 3: Sobre la naturaleza y carácter del primado del Romano Pontífice


Y así, apoyados por el claro testimonio de la Sagrada Escritura, y adhiriéndonos a los manifiestos y explícitos decretos tanto de nuestros predecesores los Romanos Pontífices como de los concilios generales, nosotros promulgamos nuevamente la definición del Concilio Ecuménico de Florencia, que debe ser creída por todos los fieles de Cristo, a saber, que «la Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice mantienen un primado sobre todo el orbe, y que el mismo Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles, y que es verdadero vicario de Cristo, cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos; y que a él, en el bienaventurado Pedro, le ha sido dada, por nuestro Señor Jesucristo, plena potestad para apacentar, regir y gobernar la Iglesia universal; tal como está contenido en las actas de los concilios ecuménicos y en los sagrados cánones»(15). Por ello enseñamos y declaramos que la Iglesia Romana, por disposición del Señor, posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata. A ella están obligados, los pastores y los fieles, de cualquier rito y dignidad, tanto singular como colectivamente, por deber de subordinación jerárquica y verdadera obediencia, y esto no sólo en materia de fe y costumbres, sino también en lo que concierne a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe; de modo que, guardada la unidad con el Romano Pontífice, tanto de comunión como de profesión de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea un sólo rebaño bajo un único Supremo Pastor(16). Esta es la doctrina de la verdad católica, de la cual nadie puede apartarse de ella sin menoscabo de su fe y su salvación. Esta potestad del Sumo Pontífice de ninguna manera desacredita aquella potestad ordinaria e inmediata de la jurisdicción episcopal, por la cual los obispos, quienes han sido puestos por el Espíritu Santo(17) como sucesores en el lugar de los Apóstoles, cuidan y gobiernan individualmente, como verdaderos pastores, los rebaños particulares que les han sido asignados. De modo que esta potestad sea es afirmada, apoyada y defendida por el Supremo y Universal Pastor; como ya San Gregorio Magno dice: "Mi honor es el honor de toda la Iglesia. Mi honor es la fuerza inconmovible de mis hermanos. Entonces yo recibo verdadero honor cuando éste no es negado a ninguno de aquellos a quienes se debe"(18). Además, se sigue de aquella potestad suprema del Romano Pontífice de gobernar la Iglesia universal, que él tiene el derecho, en la realización de este oficio suyo, de comunicarse libremente con los pastores y rebaños de toda la Iglesia, de manera que puedan ser enseñados y guiados por él en el camino de la salvación. Por lo tanto condenamos y rechazamos las opiniones de aquellos que sostienen que esta comunicación de la Cabeza Suprema con los pastores y rebaños puede ser lícitamente impedida o que debería depender del poder secular, lo cual los lleva a sostener que lo que es determinado por la Sede Apostólica o por su autoridad acerca del gobierno de la Iglesia, no tiene fuerza o efecto a menos que sea confirmado por la aprobación del poder secular. Ya que el Romano Pontífice, por el derecho divino del primado apostólico, presida toda la Iglesia, de la misma manera enseñamos y declaramos que él es el juez supremo de los fieles(19), y que en todos las causas que caen bajo la jurisdicción eclesiástica se puede recurrir a su juicio(20). El juicio de la Sede Apostólica (de la cual no hay autoridad más elevada) no está sujeto a revisión de nadie, ni a nadie le es lícito juzgar acerca de su juicio(21). Y por lo tanto se desvían del camino genuino a la verdad quienes mantienen que es lícito apelar sobre los juicios de los Romanos Pontífices a un concilio ecuménico, como si éste fuese una autoridad superior al Romano Pontífice.

(Canon)


Así, pues, si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene tan sólo un oficio de supervisión o dirección, y no la plena y suprema potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia, y esto no sólo en materia de fe y costumbres, sino también en lo concerniente a la disciplina y gobierno de la Iglesia dispersa por todo el mundo; o que tiene sólo las principales partes, pero no toda la plenitud de esta suprema potestad; o que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata tanto sobre todas y cada una de las Iglesias como sobre todos y cada uno de los pastores y fieles: sea anatema. 




Capítulo 4 Sobre el magisterio infalible del Romano Pontífice


Aquel primado apostólico que el Romano Pontífice posee sobre toda la Iglesia como sucesor de Pedro, príncipe de los apóstoles, incluye también la suprema potestad de magisterio. Esta Santa Sede siempre lo ha mantenido, la práctica constante de la Iglesia lo demuestra, y los concilios ecuménicos, particularmente aquellos en los que Oriente y Occidente se reunieron en la unión de la fe y la caridad, lo han declarado. Así los padres del cuarto Concilio de Constantinopla, siguiendo los pasos de sus predecesores, hicieron pública esta solemne profesión de fe: «La primera salvación es mantener la regla de la recta fe... Y ya que no se pueden pasar por alto aquellas palabras de nuestro Señor Jesucristo: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia"(22), estas palabras son confirmadas por sus efectos, porque en la Sede Apostólica la religión católica siempre ha sido preservada sin mácula y se ha celebrado la santa doctrina. Ya que es nuestro más sincero deseo no separarnos en manera alguna de esta fe y doctrina, ...esperamos merecer hallarnos en la única comunión que la Sede Apostólica predica, porque en ella está la solidez íntegra y verdadera de la religión cristiana»(23). Y con la aprobación del segundo Concilio de Lyon, los griegos hicieron la siguiente profesión: «La Santa Iglesia Romana posee el supremo y pleno primado y principado sobre toda la Iglesia Católica. Ella verdadera y humildemente reconoce que ha recibido éste, junto con la plenitud de potestad, del mismo Señor en el bienaventurado Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, cuyo sucesor es el Romano Pontífice. Y puesto que ella tiene más que las demás el deber de defender la verdad de la fe, si surgieran preguntas concernientes a la fe, es por su juicio que estas deben ser definidas»(24). Finalmente se encuentra la definición del Concilio de Florencia: «El Romano Pontífice es el verdadero vicario de Cristo, la cabeza de toda la Iglesia y el padre y maestro de todos los cristianos; y a él fue transmitida en el bienaventurado Pedro, por nuestro Señor Jesucristo, la plena potestad de cuidar, regir y gobernar a la Iglesia universal»(25). Para cumplir este oficio pastoral, nuestros predecesores trataron incansablemente que el la doctrina salvadora de Cristo se propagase en todos los pueblos de la tierra; y con igual cuidado vigilaron de que se conservase pura e incontaminada dondequiera que haya sido recibida. Fue por esta razón que los obispos de todo el orbe, a veces individualmente, a veces reunidos en sínodos, de acuerdo con la práctica largamente establecida de las Iglesias y la forma de la antigua regla, han referido a esta Sede Apostólica especialmente aquellos peligros que surgían en asuntos de fe, de modo que se resarciesen los daños a la fe precisamente allí donde la fe no puede sufrir mella(26). Los Romanos Pontífices, también, como las circunstancias del tiempo o el estado de los asuntos lo sugerían, algunas veces llamando a concilios ecuménicos o consultando la opinión de la Iglesia dispersa por todo el mundo, algunas veces por sínodos particulares, algunas veces aprovechando otros medios útiles brindados por la divina providencia, definieron como doctrinas a ser sostenidas aquellas cosas que, por ayuda de Dios, ellos supieron estaban en conformidad con la Sagrada Escritura y las tradiciones apostólicas. Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe. Ciertamente su apostólica doctrina fue abrazada por todos los venerables padres y reverenciada y seguida por los santos y ortodoxos doctores, ya que ellos sabían muy bien que esta Sede de San Pedro siempre permanece libre de error alguno, según la divina promesa de nuestro Señor y Salvador al príncipe de sus discípulos: «Yo he rogado por ti para que tu fe no falle; y cuando hayas regresado fortalece a tus hermanos»(27). Este carisma de una verdadera y nunca deficiente fe fue por lo tanto divinamente conferida a Pedro y sus sucesores en esta cátedra, de manera que puedan desplegar su elevado oficio para la salvación de todos, y de manera que todo el rebaño de Cristo pueda ser alejado por ellos del venenoso alimento del error y pueda ser alimentado con el sustento de la doctrina celestial. Así, quitada la tendencia al cisma, toda la Iglesia es preservada en unidad y, descansando en su fundamento, se mantiene firme contra las puertas del infierno. Pero ya que en esta misma época cuando la eficacia salvadora del oficio apostólico es especialmente más necesaria, se encuentran no pocos que desacreditan su autoridad, nosotros juzgamos absolutamente necesario afirmar solemnemente la prerrogativa que el Hijo Unigénito de Dios se digno dar con el oficio pastoral supremo. Por esto, adhiriéndonos fielmente a la tradición recibida de los inicios de la fe cristiana, para gloria de Dios nuestro salvador, exaltación de la religión católica y salvación del pueblo cristiano, con la aprobación del Sagrado Concilio, enseñamos y definimos como dogma divinamente revelado que: El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina de fe o costumbres como que debe ser sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres. Por esto, dichas definiciones del Romano Pontífice son en sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia, irreformables.

(Canon)


De esta manera si alguno, no lo permita Dios, tiene la temeridad de contradecir esta nuestra definición: sea anatema. Dado en Roma en sesión pública, sostenido solemnemente en la Basílica Vaticana en el año de nuestro Señor de mil ochocientos setenta, en el decimoctavo día de julio, en el vigésimo quinto año de Nuestro Pontificado.(1) Ver 1Pe 2,25. (2) Ver Jn 17,20-21. (3) Ver Jn 15,19. (4) Ver Jn 20,21. (5) Ver Mt 28,20. (6) San León I Magno, Sermo 4, De natali ipsius, c. 2 (PL 54, 150c). (7) Jn 1,42. (8) Mt 16,16-19. (9) Jn 21,15-17. (10) Ver Mt 7,25; Lc 6,48. (11) Del discurso de Felipe, el legado papal, en la tercera sesión del concilio de Éfeso, 11, julio 431 (Denz. n. 112). (12) San León I Magno, Sermón 3, cap. 3 (PL 54, 146B). (13) San Ireneo de Lyón, Contra los herejes, l. III, c. 3, n. 2 (PG 7, 849A). (14) San Ambrosio de Milán, Epístola 11, c. 4 (PL 16, 986B (ed. 1866 y 1880)). (15) Concilio de Florencia, 6ta sesión. (16) Ver Jn 10,16. (17) Ver Hch 20,28 (18) Greogorio I Magno, Carta a Eulogio de Alejandría, VIII, 29 (30) (MGH, Ep. 2, 31 28-30; PL 77, 933C). (19) Pío VI, Carta Super soliditate (28 Nov. 1786). (20) De la profesión de fe del Emperador Miguel Palaeólogo, leída en el segundo Concilio de Lyon, sesión IV, 6 de julio de 1274. (21) San Nicolás I, Carta al Emperador Miguel, 28 de setiembre de 865, (PL 119, 954). (22) Mt 16,18. (23) Fórmula del Papa Hormisdas, 11 de agosto de 515. (24) De la profesión de fe del Emperador Miguel Palaeólogo, leída en el segundo Concilio de Lyon, sesión IV, 6 de julio de 1274. (25) Concilio de Florencia, sesión VI. (26) San Bernardo, Carta 190 (Tratado a Inocencio II Papa contra los errores de Abelardo ) (PL 182, 1053D). (27) Lc 22,32.

GRAVISSIMUM EDUCATIONIS - DECLARACION SOBRE LA EDUCACION CRISTIANA


Gravissimum Educationis



DECLARACION

SOBRE LA EDUCACION CRISTIANA



Proemio

El Santo Concilio Ecuménico considera atentamente la importancia decisiva de la educación en la vida del hombre y su influjo cada vez mayor en el progreso social contemporáneo. En realidad la verdadera educación de la juventud, e incluso también una constante formación de los adultos, se hace más fácil y más urgente en las circunstancias actuales. Porque los hombres, mucho más conscientes de su propia dignidad y deber, desean participar cada vez más activamente en la vida social y, sobre todo, en la económica y en la política; los maravillosos progresos de la técnica y de la investigación científica, y los nuevos medios de comunicación social, ofrecen a los hombres, que, con frecuencia gozan de un mayor espacio de tiempo libre de otras ocupaciones, la oportunidad de acercarse con facilidad al patrimonio cultural del pensamiento y del espíritu, y de ayudarse mutuamente con una comunicación más estrecha que existe entre las distintas asociaciones y entre los pueblos.

En consecuencia, en todas partes se realizan esfuerzos para promover más y más la obra de la educación; se declaran y se afirman en documentos públicos los derechos primarios de los hombres, y sobre todo de los niños y de los padres con respecto a la educación. Como aumenta rápidamente el número de los alumnos, se multiplican por doquier y se perfeccionan las escuelas y otros centros de educación.

Los métodos de educación y de instrucción se van perfeccionando con nuevas experiencias. Se hacen, por cierto, grandes esfuerzos para llevarla a todos los hombres, aunque muchos niños y jóvenes están privados todavía de la instrucción incluso fundamental, y de tantos otros carecen de una educación conveniente, en la que se cultiva a un tiempo la verdad y la caridad.

Ahora bien, debiendo la Santa Madre Iglesia atender toda la vida del hombre, incluso la material en cuanto esta unida con la vocación celeste para cumplir el mandamiento recibido de su divino Fundador, a saber, el anunciar a todos los hombres el misterio de la salvación e instaurar todas las cosas en Cristo, le toca también una parte en el progreso y en la extensión de la educación. Por eso El Sagrado Concilio expone algunos principios fundamentales sobre la educación cristiana, máxime en las escuelas, principios que, una vez terminado el Concilio, deberá desarrollar más ampliamente una Comisión especial, y habrán de ser aplicados por las Conferencias Episcopales y las diversas condiciones de los pueblos.


Derecho universal a la educación y su noción


1 Todos los hombres, de cualquier raza, condición y edad, en cuanto participantes de la dignidad de la persona, tienen el derecho inalienable de una educación, que responda al propio fin, al propio carácter; al diferente sexo, y que sea conforme a la cultura y a las tradiciones patrias, y, al mismo tiempo, esté abierta a las relaciones fraternas con otros pueblos a fin de fomentar en la tierra la verdadera unidad y la paz. Mas la verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las varias sociedades, de las que el hombre es miembro y de cuyas responsabilidades deberá tomar parte una vez llegado a la madurez.

Hay que ayudar, pues, a los niños y a los adolescentes, teniendo en cuanta el progreso de la psicología, de la pedagogía y de la didáctica, para desarrollar armónicamente sus condiciones físicas, morales e intelectuales, a fin de que adquieran gradualmente un sentido más perfecto de la responsabilidad en la cultura ordenada y activa de la propia vida y en la búsqueda de la verdadera libertad, superando los obstáculos con valor y constancia de alma. Hay que iniciarlos, conforme avanza su edad, en una positiva y prudente educación sexual.

Hay que prepararlos, además, para la participación en la vida social, de forma que, bien instruidos con los medios necesarios y oportunos, puedan participar activamente en los diversos grupos de la sociedad humana, estén dispuestos para el dialogo con los otros y presten su fructuosa colaboración gustosamente a la consecución del bien común.

Declara igualmente el Sagrado Concilio que los niños y los adolescentes tienen derecho a que se les estime a apreciar con recta conciencia los valores morales y a aceptarlos con adhesión personal y también a que se les estimule a conocer y amar más a Dios. Ruega, pues, encarecidamente a todos los que gobiernan los pueblos o estén al frente de la educación, que procuren que la juventud nunca se vea privada de este sagrado derecho. Y exhorta a los hijos de la Iglesia a que presten con generosidad su ayuda en todo el campo de la educación, sobre todo con el fin de que puedan llegar cuanto antes a todos los rincones de la tierra los oportunos beneficios de la educación y de la instrucción.


La educación cristiana


2 Todos los cristianos, en cuanto han sido regenerados por el agua y el Espíritu Santo han sido constituidos nuevas criaturas, y se llaman y son hijos de Dios, tienen derecho a la educación cristiana. La cual no persigue solamente la madurez de la persona humana arriba descrita, sino que busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más conscientes cada día del don de la fe, mientras son iniciados gradualmente en el conocimiento del misterio de la salvación; aprendan a adorar a Dios Padre en el espíritu y en verdad, ante todo en la acción litúrgica, adaptándose a vivir según el hombre nuevo en justicia y en santidad de verdad, y así lleguen al hombre perfecto, en la edad de la plenitud de Cristo y contribuyan al crecimiento del Cuerpo Místico. Ellos, además, conscientes de su vocación, acostúmbrense a dar testimonio de la esperanza y a promover la elevación cristiana del mundo, mediante la cual los valores naturales contenidos en la consideración integral del hombre redimido por Cristo contribuyan al bien de toda la sociedad.

Por lo cual, este Santo Concilio recuerda a los pastores de almas su gravísima obligación de proveer que todos los fieles disfruten de la educación cristiana y, sobre todo, los jóvenes, que son la esperanza de la Iglesia.


Los educadores


3 Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, están gravemente obligados a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y principales educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, obligación de los padres formar un ambiente familiar animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación integra personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, de las que todas las sociedades necesitan.

Sobre todo, en la familia cristiana, enriquecida con la gracia del sacramento y los deberes del matrimonio, es necesario que los hijos aprendan desde sus primeros anos a conocer la fe recibida en el bautismo. En ella sienten la primera experiencia de una sana sociedad humana y de la Iglesia. Por medio de la familia, por fin, se introducen fácilmente en la sociedad civil y en el Pueblo de Dios. Consideren, pues, atentamente los padres la importancia que tiene la familia verdaderamente cristiana para la vida y el progreso del Pueblo de Dios.

El deber de la educación, perteneciente, en primer lugar, a la familia, necesita de la ayuda de toda la sociedad. Además, pues, de los derechos de los padres y de aquellos a quienes ellos les confían parte en la educación, ciertas obligaciones y derechos corresponden también a la sociedad civil, en cuanto a ella pertenece disponer todo lo que se requiere para el bien común temporal. Obligación suya es proveer de varias formas a la educación de la juventud: tutelar los derechos y obligaciones de los padre y de todos los demás que intervienen en la educación y colaborar con ellos; conforme al principio del deber subsidiario cuando falta la iniciativa de los padres y de otras sociedades, atendiendo los deseos de éstos y, además, creando escuelas e institutos propios, según lo exija el bien común.

Por fin, y por una razón particular, el deber de la educación corresponde a la Iglesia no solo porque debe ser reconocida como sociedad humana capaz de educar, sino, sobre todo, porque tiene el deber de anunciar a todos los hombres el camino de la salvación, de comunicar a los creyentes la vida de Cristo y de ayudarles con atención constante para que puedan lograr la plenitud de esta vida. La Iglesia, como Madre, está obligada a dar a sus hijos una educación que llene su vida del espíritu de Cristo y, al mismo tiempo, ayuda a todos los pueblos a promover la perfección cabal de la persona humana, incluso para el bien de la sociedad terrestre y para configurar mas humanamente la edificación del mundo.


Varios medios para la educación cristiana


4 En el cumplimiento de la función de educar, la Iglesia se preocupa de todos los medios aptos, sobre todo de los que le son propios, el primero de los cuales es la instrucción catequética, que ilumina y robustece la fe, anima la vida con el espíritu de Cristo, lleva a una consciente y activa participación del misterio litúrgico y alienta a una acción apostólica. La Iglesia aprecia mucho y busca penetrar de su espíritu y dignificar también los demás medios, que pertenecen al común patrimonio de la humanidad y contribuyen grandemente al cultivar las almas y formar los hombres, como son los medios de comunicación social, los múltiples grupos culturales y deportivos, las asociaciones de jóvenes y, sobre todo, las escuelas.


Importancia de la escuela


5 Entre todos los medios de educación, el de mayor importancia es la escuela, que, en virtud de su misión, a la vez que cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectuales, desarrolla la capacidad del recto juicio, introduce en el patrimonio de la cultura conquistado por las generaciones pasadas, promueve el sentido de los valores, prepara a la vida profesional, fomenta el trato amistoso entre los alumnos de diversa índole y condición, contribuyendo a la mutua comprensión; además, constituye como un centro de cuya laboriosidad y de cuyos beneficios deben participar a un tiempo las familias, los maestros, las diversas asociaciones que promueven la vida cultural, cívica y religiosa, la sociedad civil y toda la comunidad humana.

Hermosa es, por tanto, y de suma importancia la vocación de todos los que, ayudando a los padres en el cumplimiento de su deber y en nombre de la comunidad humana, desempeñan la función de educar en las escuelas. Esta vocación requiere dotes especiales de alma y de corazón, una preparación diligentísima y una facilidad constante para renovarse y adaptarse.


Obligaciones y derechos de los padres


6 Es preciso que los padres, cuya primera e intransferible obligación y derecho es el de educar a los hijos, tengan absoluta libertad en la elección de las escuelas. El poder público, a quien pertenece proteger y defender la libertad de los ciudadanos, atendiendo a la justicia distributiva, debe procurar distribuir las ayudas públicas de forme que los padres puedan escoger con libertad absoluta, según su propia conciencia, las escuelas para sus hijos.

Por los demás, el Estado debe procurar que a todos los ciudadanos sea accesible la conveniente participación en la cultura y que se preparen debidamente para el cumplimiento de sus obligaciones y derechos civiles. Por consiguiente, el mismo Estado debe proteger el derecho de los niños a una educación escolar conveniente, vigilar la capacidad de los maestros y la eficacia de los estudios, mirar por la salud de los alumnos y promover, en general, toda la obra escolar, teniendo en cuenta el principio de que su función es subsidiario y excluyendo, por tanto, cualquier monopolio de las escuelas, que se opone a os derechos nativos de la persona humana, al progreso y a la divulgación de la misma cultura, a la convivencia pacífica de los ciudadanos y al pluralismo que hoy predomina en muchas sociedades.

El Sagrado Concilio exhorta a los cristianos que ayuden de buen grado a encontrar los métodos aptos de educación y de ordenación de los estudios y a formar a los maestros que puedan educar convenientemente a los jóvenes y que atiendan con sus ayudas, sobre todo por medio de asociaciones de los padres de familia, toda la labor de la escuela máxime la educación moral que en ella debe darse.


La educación moral y religiosa en todas las escuelas


7 Consciente, además, la Iglesia del gravísimo deber de procurar cuidadosamente la educación moral y religiosa de todos sus hijos, es necesario que atienda con afecto particular y con su ayuda a los muchísimos que se educan en escuelas no católicas, ya por medio del testimonio de la vida de los maestros y formadores, ya por la acción apostólica de los condiscípulos, ya, sobre todo, por el ministerio de los sacerdotes y de los seglares, que les ensenan la doctrina de la salvación, de una forma acomodada a la edad y a las circunstancias y les prestan ayuda espiritual con medios oportunos y según la condición de las cosas y de los tiempos.

Recuerda a los padres la grave obligación que les atañe de disponer, ha aun de exigir, todo lo necesario para que sus hijos puedan disfrutar de tales ayudas y progresen en la formación cristiana a la par que en la profana. Además, la Iglesia aplaude cordialmente a las autoridades y sociedades civiles que, teniendo en cuenta el pluralismo de la sociedad moderna y favoreciendo la debida libertad religiosa, ayudan a las familias para que pueda darse a sus hijos en todas las escuelas una educación conforme a los principios morales y religiosos de las familias.


Las escuelas católicas


8. La presencia de la Iglesia en la tarea de la enseñanza se manifiesta, sobre todo, por la escuela católica. Ella busca, no es menor grado que las demás escuelas, los fines culturales y la formación humana de la juventud. Su nota distintiva es crear un ambiente comunitario escolástico, animado por el espíritu evangélico de libertad y de caridad, ayudar a los adolescentes para que en el desarrollo de la propia persona crezcan a un tiempo según la nueva criatura que han sido hechos por el bautismo, y ordenar últimamente toda la cultura humana según el mensaje de salvación, de suerte que quede iluminado por la fe el conocimiento que los alumnos van adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre. Así, pues, la escuela católica, a la par que se abre como conviene a las condiciones del progreso actual, educa a sus alumnos para conseguir eficazmente el bien de la ciudad terrestre y los prepara para servir a la difusión del Reino de Dios, a fin de que con el ejercicio de una vida ejemplar y apostólica sean como el fermento salvador de la comunidad humana.

Siendo, pues, la escuela católica tal útil para cumplir la misión del pueblo de Dios y para promover el diálogo entre la Iglesia y la sociedad humana en beneficio de ambas, conserva su importancia trascendental también en los momentos actuales. Por lo cual, este Sagrado Concilio proclama de nuevo el derecho de la Iglesia a establecer y dirigir libremente escuelas de cualquier orden y grado, declarado ya en muchísimos documentos del Magisterio, recordando al propio tiempo que el ejercicio de este derecho contribuye grandemente a la libertad de conciencia, a la protección de los derechos de los padres y al progreso de la misma cultura.

Recuerden los maestros que de ellos depende, sobre todo, el que la escuela católica pueda llevar a efecto sus propósitos y sus principios. Esfuércense con exquisita diligencia en conseguir la ciencia profana y religiosa avalada por los títulos convenientes y procuren prepararse debidamente en el arte de educar conforme a los descubrimientos del tiempo que va evolucionando. Unidos entre sí y con los alumnos por la caridad, y llenos del espíritu apostólico, den testimonio, tanto con su vida como con su doctrina, del único Maestro Cristo.

Colaboren, sobre todo, con los padres; juntamente con ellos tengan en cuenta durante el ciclo educativo la diferencia de sexos y del fin propia fijado por Dios y cada sexo en la familia y en la sociedad; procuren estimular la actividad personal de los alumnos, y terminados los estudios, sigan atendiéndolos con sus consejos, con su amistad e incluso con la institución de asociaciones especiales, llenas de espíritu eclesial. El Sagrado Concilio declara que la función de estos maestros es verdadero apostolado, muy conveniente y necesario también en nuestros tiempos, constituyendo a la vez un verdadero servicio prestado a la sociedad. Recuerda a los padres cristianos la obligación de confiar sus hijos, según las circunstancias de tiempo y lugar, a las escuelas católicas, de sostenerlas con todas sus fuerzas y de colaborar con ellas por el bien de sus propios hijos.


Diversas clases de escuelas católicas


9 Aunque la escuela católica pueda adoptar diversas formas según las circunstancias locales, todas las escuelas que dependen en alguna forma de la Iglesia han de conformarse al ejemplar de ésta. La Iglesia aprecia también en mucho las escuelas católicas, a las que, sobre todo, en los territorios de las nuevas Iglesias asisten también alumnos no católicos.

Por lo demás, en la fundación y ordenación de las escuelas católicas, hay que atender a las necesidades de los progresos de nuestro tiempo. Por ello, mientras hay que favorecer las escuelas de enseñanza primaria y media, que constituyen el fundamento de la educación, también hay que tener muy en cuenta las requeridas por las condiciones actuales, como las escuelas profesionales, las técnicas, los institutos para la formación de adultos, para asistencia social, para subnormales y la escuela en que se preparan los maestros para la educación religiosa y para otras formas de educación.

El Santo Concilio exhorta encarecidamente a los pastores de la Iglesia y a todos los fieles a que ayuden, sin escatimar sacrificios, a las escuelas católicas en el mejor y progresivo cumplimiento de su cometido y, ante todo, en atender a las necesidades de los pobres, a los que se ven privados de la ayuda y del afecto de la familia o que no participan del don de la fe.


Facultades y universidades católicas


10. La Iglesia tiene también sumo cuidado de las escuelas superiores, sobre todo de las universidades y facultades. E incluso en las que dependen de ella pretende sistemáticamente que cada disciplina se cultive según sus principios, sus métodos y la libertad propia de la investigación científica, de manera que cada día sea más profunda la comprensión de las mismas disciplinas, y considerando con toda atención los problemas y los hallazgos de los últimos tiempos se vea con más exactitud como la fe y la razón van armónicamente encaminadas a la verdad, que es una, siguiendo las enseñanzas de los doctores de la Iglesia, sobre todo de Santo Tomas de Aquino. De esta forma, ha de hacerse como publica, estable y universal la presencia del pensamiento cristiano en el empeño de promover la cultura superior y que los alumnos de estos institutos se formen hombres prestigiosos por su doctrina, preparados para el desempeño de las funciones más importantes en la sociedad y testigos de la fe en el mundo.

En las universidades católicas en que no exista ninguna Facultad de Sagrada Teología, haya un instituto o cátedra de la misma en que se explique convenientemente, incluso a los alumnos seglares. Puesto que las ciencias avanza, sobre todo, por las investigaciones especializadas de más alto nivel científico, ha de fomentarse ésta en las universidades y facultades católicas por los institutos que se dediquen principalmente a la investigación científica.

El Santo Concilio recomienda con interés que se promuevan universidades y facultades católicas convenientemente distribuidas en todas las partes de la tierra, de suerte, sin embargo, que no sobresalgan por su número, sino por el prestigio de la ciencia, y que su acceso esté abierto a los alumnos que ofrezcan mayores esperanzas, aunque de escasa fortuna, sobre todo a los que vienen de naciones recién formadas.

Puesto que la suerte de la sociedad y de la misma Iglesia esta íntimamente unida con el progreso de los jóvenes dedicados a estudios superiores, los pastores de la Iglesia no solo han de tener sumo cuidado de la vida espiritual de los alumnos que frecuentan las universidades católicas, sino que, solícitos de la formación espiritual de todos sus hijos, consultando oportunamente con otros obispos, procuren que también en las universidades no católicas existan residencias y centros universitarios católicos, en que sacerdotes, religiosos y seglares, bien preparados y convenientemente elegidos, presten una ayuda permanente espiritual e intelectual a la juventud universitaria. A los jóvenes de mayor ingenio, tanto de las universidades católicas como de las otras, que ofrezcan aptitudes para la enseñanza y para la investigación, hay que prepararlos cuidadosamente e incorporarlos al ejercicio de la enseñanza.


Facultades de Ciencias Sagradas


11. La Iglesia espera mucho de la laboriosidad de las Facultades de ciencias sagradas. Ya que a ellas les confía el gravísimo cometido de formar a sus propios alumnos, no solo para el ministerio sacerdotal, sino, sobre todo, para ensenar en los centros eclesiásticos de estudios superiores; para la investigación científica o para desarrollar las más arduas funciones del apostolado intelectual. A estas facultades pertenece también el investigar profundamente en los diversos campos de las disciplinas sagradas de forma que se logre una inteligencia cada día más profunda de la Sagrada Revelación, se descubra más ampliamente el patrimonio de la sabiduría cristiana transmitida por nuestros mayores, se promueva el dialogo con los hermanos separados y con los no-cristianos y se responda a los problemas suscitados por el progreso de las ciencias.

Por lo cual, las Facultades eclesiásticas, una vez reconocidas oportunamente sus leyes, promuevan con mucha diligencia las ciencias sagradas y las que con ellas se relacionan y sirviéndose incluso de los métodos y medios más modernos, formen a los alumnos para las investigaciones más profundas.


La coordinación escolar


12 La cooperación que en el orden diocesano, nacional o internacional se aprecia y se impone cada día más, es también sumamente necesaria en el campo escolar; hay que procurar, con todo empeño, que se fomente entre las escuelas católicas una conveniente coordinación y se provea entre éstas y las demás escuelas la colaboración que exige el bien de todo el género humano.

De esta mayor coordinación y trabajo común se recibirán frutos espléndidos, sobre todo en el ámbito de los institutos académicos. Por consiguiente, las diversas facultades de cada universidad han de ayudarse mutuamente en cuanto la materia lo permita. Incluso las mismas universidades han de unir sus aspiraciones y trabajos, promoviendo de mutuo acuerdo reuniones internacionales, distribuyéndose las investigaciones científicas, comunicándose mutuamente lo hallazgos, intercambiando temporalmente los profesores y proveyendo todo lo que pueda contribuir a una mayor ayuda mutua.


Conclusión

El Santo Concilio exhorta encarecidamente a los mismos jóvenes a que, conscientes del valor de la función educadora, estén preparados para abrazarla con generosidad, sobre todo en las regiones en que la educación de la juventud está en peligro por falta de maestros.

El mismo Santo Concilio, agradeciendo a los sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares, que con su entrega evangélica se dedican a la educación y a las escuelas de cualquier género y grado, los exhorta a que perseveren generosamente en su empeño y a que se distingan en la formación de los alumnos en el espíritu de Cristo, en el arte pedagógico y en el estudio de la ciencia, de forma que no solo promuevan la renovación interna de la Iglesia, sino que sirvan y acrecienten su benéfica presencia en el mundo de hoy, sobre todo en los intelectuales.

Todas y cada una de las cosas contenidas en esta Declaración han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables Padre, las aprobamos, decretamos y establecemos con el Espíritu Santo y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para la gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, 28 de octubre de 1965.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica.