El Divorcio civil como ataque a la familia
La "epidemia" del divorcio civil (GS 49), es decir, su número
cada vez mayor, junto con la generalización de una legislación y una mentalidad
divorcista en nuestra sociedad, es un signo preocupante para la situación de la
comunidad conyugal y familiar, que llega a afectar también la vida de los
matrimonios cristianos.
Ante ello, hay que recordar, en primer lugar, que la regulación
civil del divorcio no responde a un derecho de la persona humana. No se trata en
absoluto de reconocer un derecho, sino, en el mejor de los casos, de ofrecer "un
supuesto remedio a un … grave mal social", como es la ruptura del
matrimonio.
De hecho, sin embargo, la legislación divorcista lleva a las
sociedades y a sus autoridades a un cambio paulatino en la comprensión del mismo
vínculo conyugal, induciendo a pensar que el matrimonio es disoluble; supone así
introducir por vía de la función social y pedagógica de la ley –y aún sabiendo
que lo legal no se identifica simplemente con lo moral– una concepción que vacía
desde el interior una de las realidades más importantes para la construcción de
la vida personal y social.
Por otra parte, la experiencia enseña que este tipo de
legislación tiende progresivamente a su radicalización. Se multiplican las
causas para declarar legalmente roto un matrimonio; se incita de hecho a
matrimonios sin problemas insolubles, pero con crisis pasajeras, a acudir a esta
solución legal; frecuentemente se introducen principios legales que dejan la
pervivencia del vínculo matrimonial a la simple disposición de los cónyuges,
cuando no a la decisión unilateral de uno de ellos, como si una parte pudiese
simplemente repudiar a la otra. Se llega así a dar legalmente menos estabilidad
y protección al matrimonio que a contratos de mucha menor trascendencia personal
y social.
De esta manera, lo que había de ser un remedio al mal, se
convierte de hecho en una puerta abierta a los ataques contra el matrimonio y la
familia.
Al tratar así el vínculo matrimonial, el Estado no cumple con
sus deberes fundamentales para con el bien común de la sociedad; pues, sin hacer
propia ninguna confesión religiosa, el legislador no puede entenderse a sí mismo
por encima del respeto a la dignidad y los derechos fundamentales de la persona,
aquí ciertamente en juego.
En realidad, la generalización de una mentalidad y legislación
divorcista no es exigida por la "autonomía" propia de la sociedad y la autoridad
civil, sino por la asunción como propia de una determinada ideología, de una
comprensión del hombre y de su libertad, que podría ser caracterizada aquí como
individualismo utilitarista.
En la base de este fenómeno se encuentra una corrupción de la
idea de libertad, concebida como pura autoafirmación autónoma, por lo que el
sujeto establece lo que ha de hacer con el solo criterio de su gusto y utilidad,
sin tener en cuenta a la otra persona y su bien, ni las exigencias de la verdad
objetiva; no acepta una entrega sincera, un don de sí real, sino que es
egocéntrico y egoísta. Una comprensión utilitarista de la libertad, incapaz de
reconocer responsabilidades, es lo contrario del amor, y se manifiesta
rápidamente como una amenaza sistemática a la familia.
La verdad, en cambio, es que "el amor es la vocación
fundamental e innata de todo ser humano" (FC 11), que el hombre "no puede
encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí" (GS 24);
porque, como bien sabe el cristiano, Dios es amor y ha creado al hombre y a la
mujer para un destino de vida en comunión.
La entrega de sí mismo, realizada paradigmáticamente por el
hombre y la mujer en el matrimonio, exige por naturaleza ser duradera e
irrevocable. La indisolubilidad se deriva primariamente de la esencia de esa
entrega, del carácter esponsal del amor, y recibe una verdadera consagración por
su integración sacramental en el gesto definitivo de entrega esponsal realizado
por Jesucristo en la cruz.
Aun comprendiendo las dificultades reales y la debilidad moral
del ser humano, la Iglesia ha de permanecer fiel a la verdad sobre el amor
humano. Sin ello se corre el riesgo de la pérdida de la libertad y del amor
mismo, de la felicidad del hombre, que no llegaría a comprenderse a sí mismo. En
cambio, si la verdad sobre la libertad del hombre y la comunión de las personas
en el matrimonio se salvaguarda, será posible la edificación de una civilización
que merezca tal nombre, una civilización del amor.
El divorcio civil, como negación de la unidad y estabilidad del
vínculo matrimonial, significa una negación del amor y constituye un verdadero
antitestimonio que daña el bien común, personal y familiar. Pues los valores
propios del matrimonio y de la familia están en el centro de la existencia del
hombre, de la cultura y de la sociedad. El Pueblo de Dios, anunciando y viviendo
el Evangelio de Jesucristo, los pone de manifiesto en todo el esplendor de su
verdad, como forma primordial de la entrega sincera de sí, fundamentada en la
entrega de Dios Creador y Redentor, en la gracia del Espíritu Santo, invocado
sobre los esposos en la celebración del sacramento del matrimonio.
Alfonso Carrasco Rouco
Facultad de Teología "San Dámaso"
Madrid
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