El Matrimonio y la Familia en Casti Connubii y
Humanae Vitae
Michael F. Hull
La afirmación del matrimonio y de la familia ha sido una
preocupación de larga data para la iglesia. Habiendo defendido acérrimamente la
indisolubilidad del vínculo matrimonial a lo largo de los siglos, amenazada por
creencias erróneas seculares o religiosas, la Iglesia ha continuado su defensa
del matrimonio y la familia en los siglos XIX y XX. Leyendo los signos de los
tiempos, el Papa Pío XI en Casti connubii (31 de diciembre de 1930) y el
Papa Pablo VI en Humanae vitae (25 de julio de 1968) se refieren a la
santidad del matrimonio y la familia, poniendo el énfasis en la principal
amenaza contra ellos en los tiempos modernos: el control artificial de la
natalidad.
En los tiempos modernos, la aceptación gradual en la sociedad
del control artificial de la natalidad, que asesta un golpe al corazón mismo del
matrimonio y la familia, se puede ilustrar observando la Comunión Anglicana. En
1908, la Conferencia Lambeth de Obispos Anglicanos hablaba del control
artificial de la natalidad como "desmoralizador para el carácter y hostil al
bienestar nacional" (Resolución 41; Cf. números. 42 y 43). En 1930 la
Conferencia Lambeth permitía la aplicación del control artificial de la
natalidad, pero según las pautas de los "Principios Cristianos" (Resolución 15;
Cf. números 13 y 17), pero Lambeth reconocía que los contraceptivos eran
susceptibles de aumentar las relaciones sexuales, por lo que recomendaba que se
restringiera su venta (Resolución 18). Y en 1959, Lambeth proclamó que los
padres tenían el derecho y la responsabilidad de decidir el número de hijos, con
una "gestión sensata de los recursos y las capacidades de la familia, pensando
igualmente en las diferentes necesidades de la población, los problemas de la
sociedad y las reivindicaciones de las futuras generaciones" (Resolución 115,
Cf. número 113). Dicho de otro modo, Lambeth pasaba de prohibir el control
artificial de la natalidad a, prácticamente, recomendarla. Mutatis
mutandis, la sociedad en general tenía la misma opinión. En sus respectivas
circunstancias históricas, los Papas Pío y Pablo se apresuraban a reiterar la
eterna verdad sobre el matrimonio y la familia.
Matrimonio
El matrimonio es una institución divina. El Papa Pío escribe
que "es doctrina inmutable e inviolable que el matrimonio no fue instituido o
restaurado por el hombre sino por Dios; no fue el hombre quien creó las leyes
para reforzar, confirmar y elevarlo sino que fue Dios, Autor de la naturaleza, y
por Cristo Nuestro Señor por Quien la naturaleza fue redimida, y por lo tanto
esas leyes no pueden ser objeto de humanos decretos o de cualquier pacto
contrario, incluso de los esposos en si" (CC, número 5). Por supuesto, la
libre voluntad y el consentimiento de los esposos son necesarios para que se
produzca el matrimonio, "pero la naturaleza del matrimonio es completamente
independiente de la libre voluntad del hombre, de modo que si alguien ha
contraído matrimonio alguna vez está sometido a sus leyes divinas y a su
propiedades esenciales" (CC, número 6). Pablo escribe que el matrimonio
"es en realidad la sabia y apropiada institución prevista por Dios, el Creador,
cuyo objetivo era actualizar en el hombre Su designio de amor. Como
consecuencia, marido y esposa, mediante la donación mutua de si mismos, que es
específico y exclusivo para ellos solamente, desarrollan la unión de dos
personas en la que se perfeccionan mutuamente, cooperando con Dios en la
generación y creación de nuevas vidas. El matrimonio de aquellos que han sido
bautizados está, por otra parte, investido de la dignidad de signo sacramental
de la gracia, ya que representa la unión de Cristo con Su Iglesia" (HV,
número 8).
Citando a San Agustín (De Genesi ad litteram, libro 9,
capítulo 7, número 12), Pío identifica las tres bendiciones del matrimonio:
hijos, fidelidad mutua y la dignidad del sacramento (CC, número 10). La
primera y fundamental bendición es la procreación de los hijos (CC,
números 11–18; ver Gen 1:28 y 1 Tim 5:14). Con la concepción de los hijos, el
marido y la esposa se convierten en colaboradores íntimos de Dios en la
propagación de la raza humana. Asumen la tarea de la crianza y educación de los
hijos. La noble naturaleza del matrimonio deja a los nuevos hijos de Dios en
manos de sus padres.
La segunda bendición del matrimonio es la mutua fidelidad de
los esposos (CC, número 19). En el matrimonio, el marido y la esposa
están íntimamente unidos para ser "una sola carne" (Mat. 19:3–6 y Ef 5:32; Cf.
Gen 1:27 y 2:24). Marido y mujer, mediante la castidad marital y la total
exclusividad, ponen en común la totalidad de sus vidas en apoyo mutuo, dándose a
si mismos, para el servicio a Dios (ver 1 Cor 7:3; Ef 5:25; Col 3:19; y
CC, números 20–30). Como dice Pablo del matrimonio: "Es un amor total—esa
forma especial de amistad personal en la que marido y mujer comparten
generosamente todo, sin permitir ningún tipo de excepción no razonable sin
pensar únicamente en su propia conveniencia. Quien de verdad ama a su cónyuge no
sólo por lo que recibe sino que ama a su pareja por el propio bien de la pareja,
se alegra de poder enriquecer al otro con el don de su mismo" (HV, número
9).
La tercera bendición del matrimonio es su dignidad sacramental.
Cristo elevó la institución del matrimonio, cuando los realizan dos personas
bautizadas, a sacramento—a un medio de gracia santificadora y a representación
de la unión de Cristo y de la Iglesia (ver CC, números 31–43; y
HV, número 8). Como escribe Pablo, citando al Génesis 2:24, "Porque
ningún hombre odia su propia carne, sino que la nutre y la ama, como Cristo a la
Iglesia. ‘Por esta razón el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá
a su mujer, y ambos serán una sola carne.’ Este misterio es un misterio profundo
y digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia" (Ef. 5:29–32). Y como escribe
Pío: "Por el mismo hecho, por lo tanto, de que los fieles dan su consentimiento
con rectitud, se abren al tesoro de la gracia sacramental de la que obtienen la
fuerza sobrenatural para cumplir sus derechos y obligaciones, santamente,
preservándolos hasta la muerte" (CC, número 40; Cf. HV, números 8
y 9).
Estas tres bendiciones—la procreación de los hijos, la
fidelidad mutua y, para los bautizados, la gracia sacramental—son la esencia
inseparable y fundamental del matrimonio. Una vez más, como la cuestión en aquel
momento no eran ni la fidelidad ni la gracia, Pío y Pablo subrayan lo malo del
control artificial de la natalidad, que destruye la bendición primaria del
matrimonio, ya que es una amenaza para el mismo. Y Pío vuelve a apelar a San
Agustín, quien escribe: "Las relaciones con la legítima esposa es malo e
incorrecto si se impide la concepción de los hijos. Onán, hijo de Judá lo hizo y
el Señor lo mató por ello" (De adulterinis conjugiis, libro 2, número 12;
Cf. Gen 38:8–10; CC, número 55; HV, números 11–14).
Pensando en la opinión de Lambeth de 1930 y otras opiniones
semejantes, Pío dice: "Por lo tanto, ya que partiendo abiertamente de la
interrumpida tradición cristiana algunos han juzgado recientemente que posible
declarar solemnemente otra doctrina en relación con esta cuestión, la Iglesia
católica, a la que Dios ha confiado la defensa de la integridad y pureza de
moral, permaneciendo firme en medio de la ruina moral que la rodea, para que
pueda impedir que la castidad de la unión nupcial moral quede teñida con manchas
de error, levanta su voz como signo de ser divina embajadora y proclamar por
nuestra boca nuevamente: toda utilización del matrimonio ejercida de tal manera
que al acto matrimonial se le impide deliberadamente cumplir su poder natural de
generar vida es un delito con la ley de Dios y de la naturaleza, y aquellos que
se permiten hacerlo quedan marcados con la culpa de un pecado grave" (CC,
número 56). El resultado de este grave pecado es la deformación del verdadero
matrimonio y, consecuentemente, del fin de la familia.
La Familia
La familia también es una institución divina, porque la familia
nace en el matrimonio. La familia surge de la expresión de amor de los esposos
en el acto material, un acto que es tanto unitivo (amor) como procreador (vida).
Si falta en el acto marital la dimensión unitiva o procreadora, se produce la
desintegración del matrimonio y, necesariamente la de la familia. Toda
frustración del potencial para generar vida por parte del hombre en el acto
conyugal no sólo afecta la dimensión procreadora del matrimonio sino también a
la dimensión unitiva. "Cada pecado cometido en relación con los hijos se
convierte de alguna manera en un pecado contra la fe conyugal, puesto que éstas
dos bendiciones están íntimamente relacionadas" (CC, número 72). Si se
pierde una de ellas, pues las dos se pierden.
La familia debe estar totalmente abierta a la voluntad de Dios
en relación con el número de hijos que se le entregan. Es particularmente
perniciosa la noción de que una familia tiene la obligación de estar abierta a
la vida en general, pero de que cada acto conyugal de los esposos no necesita
estarlo. Dicho de otro modo, en vez de continencia u observación de los ritmos
biológicos naturales, los esposos obstruyen algunas o todas sus relaciones
materiales por medio del control artificial de la natalidad, convirtiéndose en
los árbitros de la vida en lugar de dejar esto a Dios. Por desgracia, un orden
erróneo de las prioridades—que a menudo se fundan en problemas económicos o
sociales, muchos de los cuales son pretensiones confusas de una filosofía
errónea y un humanismo secular—lleva a los esposos a olvidar que su prioridad
debe ser el reconocimiento de sus obligaciones con Dios, juez y árbitro de la
vida. "De esto se sigue que no son libres de actuar en su elección para
transmitir la vida, como si a ellos les cupiera decidir sobre el camino correcto
a seguir. Por el contrario, están obligados a asegurar que lo que hacen se
corresponde con la voluntad de Dios, el Creador. La misma naturaleza del
matrimonio y su utilización hace que Su voluntad sea clara, como lo explican
claramente las constantes enseñanzas de la Iglesia" (HV, número 10).
Y la enseñanza de la Iglesia es clara: Cada acto conyugal debe
estar abierto a la transmisión de la vida. Sólo con esta apertura permanecen
intactos los aspectos unitivos y de procreación del matrimonio; sólo con esta
apertura marido y mujer se dan de verdad a si mismos en dios, para genera vida
en el mundo e intensificar el amor entre ellos mismo, en el que se criarán y
educarán los hijos en la santidad y la verdad.
Finalmente, sólo la obediencia unívoca a la ley natural asegura
una correcta ordenación y prosperidad de la familia humana y la sociedad en
general. Porque las familias nucleares individuales son la base, las células de
la sociedad humana en general, su integridad abre el camino y determina la salud
de la sociedad humana en general. Del mismo modo, puesto que la familia y la
sociedad humana precede al estado, el bienestar del estado se construye sobre
ella. La incapacidad de las familias, las sociedades y los estados para seguir
la ley natural en relación con el don de generar de los matrimonios da como
resultado en la decadencia moral. En el siglo XXI, la separación de los aspectos
unitivos y de procreación de la sexualidad humana es el factor primordial de una
gran cantidad de males morales: divorcio, adulterio, fornicación,
homosexualidad, esterilización, manipulación genética y mutilación (por ejemplo
la fertilización in vitro y la clonación humana), aborto, e infanticidio (un
eufemismo para "aborto parcial"). Y esto no es todo; de esta plétora de males
surge toda una serie de desórdenes psicológicos y sociológicos como la
desintegración personal, la enajenación social y un profundo sentido de falta de
objetivos y valores para la existencia humana. De hecho, separando cada vez más
los aspectos unitivos y de procreación del matrimonio en nuestro mundo
contemporáneo, existe la posibilidad de una mayor degeneración que crece
exponencialmente, superando incluso a la de Sodoma y Gomorra.
No obstante, esto no quiere decir que la voluntad de Dios se
observa fácilmente. La tradición constante de la Iglesia, articulada por Pío y
Pablo en sus cartas encíclicas, reconoce que los derechos dados por Dios y las
enormes responsabilidades de la familia son muy exigentes. La familia tiene el
derecho de dar apoyo a la sociedad y al estado (CC, números 69–77; y
HV, números 22 y 23). El apoyo moral y físico de la sociedad y el estado
hacia la familia no es solo una cuestión de caridad sino de justicia. La carga
que soportan las familias individuales en la crianza y educación de los hijos
es, en el fondo, el único medio por el que la sociedad y el estado tienen futuro
en el mundo. Sin embargo, incluso teniendo en cuenta la gran importancia que
recae sobre ellas, las familias se pueden confortar con las palabras del Señor
que dice: "Yo cargaré con vuestro yugo, y aprended de mi; porque mi corazón es
tierno y lento a la ira, y en él encontraréis consuelo para vuestras almas.
Porque mi yugo es fácil y mi carga, ligera" (Mat. 11:29–30).
Reiterando su constante magisterio contra el control artificial
de la natalidad, la Iglesia proporciona un servicio de gran valor a la
humanidad. La Iglesia está obligada a presentar las verdades que pueden conocer
los hombres de buena voluntad con el uso de su razón de forma clara y directa.
Pablo escribe que la Iglesia no puede "evadirse del derecho que se le ha
impuesto de proclamar humildemente pero con firmeza toda la ley moral, tanto
natural como evangélica. Puesto que la Iglesia no hizo ninguna de estas leyes no
puede ser su juez o árbitro—solamente el su guardián e intérprete. Tampoco puede
declara legal aquello que es un acto ilegal, ya que eso, por su propia
naturaleza, se ha opuesto siempre al verdadero bien del hombre" (HV,
número 18). Al enseñar que el control artificial de la natalidad es "vergonzoso
e intrínsecamente" (CC, número 54; Cf. HV, número 14), la Iglesia
es, "no menos que su divino Fundador, un ‘signo de contradicción’" en el
desgraciado camino de nuestro mundo hacia la perdición (HV, número 18;
ver Lucas 2:34).
Con seguridad, a principios del siglo XXI, estamos en medio de
la ruina moral. La creciente desobediencia a las leyes naturales y divinas en
relación con el control artificial de la natalidad clama la venganza de Dios.
Las transgresiones contra el matrimonio y la familia atacan a la propia
naturaleza de la sociedad humana. Y nuestra incapacidad para honrar el don de la
procreación dado por Dios amenaza la misma supervivencia de nuestra especie.
Scott Elder, en su libro "Europe’s Baby Bust" (National Geographic,
Septiembre de 2003, p. xxx) señala que , según las Naciones Unidas, "la
población de Europa disminuirá unos 90 millones de personas en los próximos 50
años, aproximadamente el doble de los muertos en todo el mundo durante la
Segunda Guerra Mundial." Elder indica además que Europa—que tiene un índice de
fertilidad por debajo del 2,1, cifra necesaria para reemplazar a la población
existente—liderará probablemente una disminución mundial de la población: "una
tendencia insólita desde la Peste negra del siglo XIV." Ahora, quizás más que
nunca, debemos proclamar la santidad del amor y de la vida, no sea que corramos
la suerte de Onán, no a manos de Dios, sino a nuestras propias manos.
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