La familia y el sacramento del matrimonio
Prof. Jean
Galot, Roma
Se ha desarrollado en muchos Estados modernos una legislación
que define los derechos y deberes de quienes están vinculados por el matrimonio.
Es menester precisar las reglas según las cuales funciona la institución
natural, aunque debamos limitar sus exigencias y no nos sea posible encarar
todos los problemas que surgen en la vida familiar matrimonial.
El matrimonio en peligro
El matrimonio es la ocasión de una fiesta, en especial de un
banquete. En Caná no faltaba la alegría de la fiesta y el banquete se celebraba
con vino en abundancia. María estaba presente en esa fiesta: "Estaba allí la
madre de Jesús" (Jn 2,1). Es verosímil que hubiera sido invitada al banquete
para ayudar en el servicio; se explica así el hecho de que se diera cuenta de
que la provisión de vino se había acabado y se preocupara por resolver el
problema. La familia de los esposos era pobre: no había podido comprar vino
suficiente para una fiesta de matrimonio que duraba ocho días.
"Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos". La
invitación se debía a la presencia de María. Puesto que Jesús pasaba por esa
zona, era debido invitarlo para que estuviera con su madre, como así también a
sus discípulos. En este episodio, María aparece como la que introduce a Jesús en
la boda.
Cuando se dirige a su hijo para decirle: "No tienen vino",
expone una situación dramática, que simbólicamente indica que un matrimonio se
halla en una dificultad: al faltar el vino, ya no era posible seguir la fiesta:
la boda corría el riesgo de termina de manera indecorosa.
El don del milagro
La confianza que embargaba el alma de María al pedir un milagro
tuvo que enfrentar una resistencia notable. Las palabras pronunciadas en ese
momento parecen bastante duras: "¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha
llegado mi hora".
Jesús no llama a María "madre", sino "mujer". El término
"mujer" está cargado de respeto y estimación, pero establece cierta distancia en
las relaciones entre madre e hijo.
La distancia es confirmada por la expresión "¿Qué tengo yo
contigo?". Estas palabras muestran una separación voluntaria y aluden a la
separación que se produjo cuando Jesús dejó a su madre en Nazaret para
consagrarse a su misión de predicación. Después del momento de su partida, Jesús
es más independiente de su madre, está menos vinculado a los deseos de
María.
La hora que aún no ha llegado ha sido identificada, algunas
veces, con la hora de la Pasión, pero todo el contexto indica más bien que se
trata del primer milagro: se trata de una hora que ha sido determinada de manera
especial por el Padre. El primer milagro es particularmente importante porque
implica la revelación de la omnipotencia divina de Jesús y revela el señorío que
tiene y ejerce en el cumplimiento de su misión salvífica.
Las objeciones que Jesús contrapone claramente al pedido de su
madre hubieran podido desanimarla. En especial, la última, sobre la hora que aún
no había llegado, parecía excluir toda intervención milagrosa. Podemos
comprender que la boda de Caná no fuera el mejor contexto para un milagro. Es
comprensible que el Padre hubiera escogido como primer milagro un prodigio más
importante que el vino de un banquete, pues tantas miserias esperaban un gesto
milagroso de misericordia. Una de esas miserias hubiera podido ser objeto de una
intervención que los testigos hubieran apreciado sumamente.
Pero María no retira su pedido. Ha comprendido que las palabras
de Jesús le permitían perseverar en su proyecto, porque su omnipotencia no tenía
límites. No le responde a su hijo, sino que se dirige a los sirvientes para
confirmar que espera un milagro. A menudo se traducen sus palabras a los
servidores como "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5). Pero sería más exacto
traducir: "Haced cualquier cosa. lo que sea, que él os diga". María espera de
Jesús una orden que pueda parecerles extraña a los sirvientes, la orden de un
milagro; teme que los sirivientes queden desconcertados y vacilen. Por ello,
recomienda fidelidad y obediencia. Obtiene lo que desea, porque cuando Jesús
dice: "Llenad las tinajas de agua", los sirvientes las llenan hasta arriba. De
esta manera, la intervención de María ha procurado la mayor cantidad de vino
para el banquete.
La fiel ejecución de la orden dada por Jesús ha demostrado su
eficacia. El episodio revela la "gloria" de Cristo, una gloria que había sido
deseada de manera muy especial por María. El evangelista Juan subraya que ese
acontecimiento fue el comienzo de los signos o milagros, y el comienzo de una
adhesión de fe por parte de los discípulos: Jesús "manifestó su gloria y
creyeron en él sus discípulos".
La cantidad de vino ofrecida por Cristo deja entender mejor la
amplitud del milagro: las seis tinajas llenas hasta arriba indican la intención
divina de responder al pedido de María con una generosidad que llega a la
abundancia total. Además, la cantidad no fue en menoscabo de la calidad: es una
calidad que el mayordomo nota y le dice al esposo: "Tú has guardado el vino
bueno hasta ahora" (2,10).
Presencia de Cristo
Este comienzo constituido por el hecho maravilloso de Caná, nos
da una luz para comprender la intención de Jesús de hacer del matrimonio un
sacramento. El punto de partida es la situación de muchos matrimonios por el
mundo. Están amenazados; como dice María: "no tienen más vino". A veces, la
amenaza aparece el día mismo de la boda. Queda de manifiesto la urgencia de una
ayuda de lo alto.
Esa ayuda es posible, porque hay un hecho aun más importante
que la situación desastrosa del matrimonio: la presencia de Cristo. Jesús no
tendiría que haber estado presente, porque ya estaba comprometido con sus
discípulos en una misión de predicación que lo llevaría a distintos lugares.
Pero su programa había sido alterado por la presencia de su madre, quien,
invitada al banquete nupcial, había provocado que la invitación se extendiera a
su hijo. Es significativo el encuentro de la madre y el hijo; deberían estar
separados, desde el momento en que Jesús había dejado a su madre para dedicarse
a la gran empresa de la fundación del reino de Dios. En virtud también de un
designio divino superior, Jesús está presente en la fiesta de matrimonio con sus
discípulos.
Esta presencia abre el camino a muchas soluciones posibles al
problema provocado por la falta de vino. Todas las soluciones son accesibles por
la presencia de la persona de Cristo, presencia que dispone de la omnipotencia
divina y puede usarla como quiera. Es suficiente saber que estando él presente
entre los invitados a la boda, seguramente habrá de hallarse la mejor solución
posible.
María, por su parte, no conocía de antemano la solución que
recibiría el problema. La afirmación de que la hora del primer milagro aún no
había llegado, hacía más oscura, más misteriosa la modalidad escogida por Jesús.
Significaba que, según el plan previo del Padre, la boda de Caná no sería el
lugar del primer milagro. Pero María creía también en la omnipotencia de su
hijo, quien podía obtener todo favor del Padre, incluso un cambio en las
circunstancias previstas para el milagro. La recomendación dirigida a los
sirvientes indicaba que María esperaba un cambio de este tipo para poder obtener
el vino.
En el episodio constatamos, pues, que la fe de la madre de
Jesús ha tenido un papel decisivo. De esa fe surgía la iniciativa de pedir la
intervención del hijo y, en especial, la audacia de querer obtener un milagro en
un momento en que Jesús aún no había hecho milagro alguno. María no se deja
distraer de su meta al oír las graves objeciones formuladas por el mismo Jesús,
sobre todo la claridad con que le dice que aún no ha llegado la hora del
milagro, una hora que era prerrogativa absoluta del Padre. María ha perseverado
en su pedido, aun sabiendo que su audacia era grande. Reconocía plenamente la
autoridad soberana del Padre y no cometía la menor desobediencia, porque en
realidad le pedía al Padre que tomara soberanamente una decisión conforme a su
deseo.
Si la decisión hubiera sido tomada en sentido contrario, María
la hubiera acogido sin una queja, sin siquiera un gesto de descontento, porque
deseaba permanecer abierta y dócil a toda voluntad divina. Pero, precisamente,
la decisión aún no había sido tomada cuando la madre dialogaba con su hijo y
escuchaba sus objeciones. Así pues, María podía perseverar en su designio y
pedir con mayor insistencia el milagro que esperaba. Conocía a su hijo y le
parecía que aún había una posibilidad de obtener lo que pedía.
No sólo Jesús no había contrapuesto al pedido de su madre una
voluntad del Padre en sentido opuesto, sino que había un motivo importante para
esperar que el pedido fuera satisfecho. Se trataba de un pedido a favor de unos
pobres. Es significativo el hecho que, verosímilmente, María había concurrido a
esa boda porque se trataba de pobres que necesitaban ayuda. Los esposos no
habían podido comprar siquiera el vino suficiente para el banquete. Un banquete
nupcial que duraría varios días necesitaba una gran cantidad de vino. Debemos
suponer que la pobreza les había impedido a los esposos proveerse de la cantidad
necesaria.
La situación desastrosa de Caná es un drama de la pobreza.
María era particularmente sensible a la pobreza que les impedía a los esposos y
a sus invitados celebrar el matrimonio con dignidad. Puesto que Jesús siempre ha
dado muestras de compasión ante la miseria de los pobres, podemos comprender que
en Caná estuviera especialmente dispuesto a acoger el pedido de su madre.
La transformación
Con la presencia de Cristo es posible la transformación total
de la situación.
Es necesario comprender esta transformación en la perspectiva
de la vida sacramental y del sacramento del matrimonio.
El primer signo de la transformación se nos da en el episodio
evangélico por la presencia de tinajas, que asumen un significado
nuevo.
"Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las
purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús:
"Llenad las tinajas de agua". Y las llenaron hasta arriba" (2,6-7).
Las tinajas reciben un empleo distinto: estaban destinadas a
ritos de purificación; ahora están destinadas a ser llenadas de vino
eucarístico. Se trata de una transformación profunda, que no subraya más la
pureza ritual, sino la comunicación de la vida divina que se realiza en la
eucaristía.
Como dice el Concilio en Gaudium et Spes (49): "El Señor
se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor con un don especial de la
gracia y de la caridad. Tal amor, que asocia al mismo tiempo lo humano y lo
divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, demostrado con
ternura de afecto y de obras, e impregna toda su vida; más aún, por su misma
generosa actividad se perfecciona y crece. Por consiguiente, supera con mucho la
mera inclinación erótica, que, cultivada de forma egoísta, se devanece muy
rápida y miserablemente". En este campo de la reflexión, es necesario subrayar
siempre la distancia entre el amor y el erotismo. El erotismo provoca la
búsqueda del provecho o el placer de uno mismo, mientras que el amor se preocupa
del bien del otro. El Concilio observa que "También muchos hombres de nuestro
tiempo estiman mucho el verdadero amor entre el marido y la mujer manifestado de
varias maneras según las costumbres honestas de los pueblos y las épocas. Este
amor, por ser eminentemente humano, ya que se dirige de persona a persona con el
afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona y por ello puede
enriquecer con una dignidad peculiar las expresiones del cuerpo y el espíritu y
ennoblecerlas como signos especiales de la maistad conyugal" (49). En ese amor
recíproco, el sacramento del matrimonio exige dos propiedades fundamentales,
afirmadas por Cristo, la unidad y la indisolubilidad. En la antigua alianza, el
hombre podía repudiar a la mujer; Jesús, dando su gracia al matrimonio como
sacramento, ha querido que fuera indisoluble. Con esa gracia cuentan los
cónyuges cristianos para tener una vida digna del sacramento. "Para cumplir con
constancia los deberes de esta vocación cristiana, se requiere una insigne
virtud; por eso, los esposos, fortalecidos por la gracia para la vida santa,
cultivarán y pedirán en la oración, con asiduidad, la firmeza del amor, la
magnanimidad y el espíritu de sacrificio" (GS 49). Por medio de la institución
del sacramento del matrimonio, Cristo ha concedido a la vida matrimonial la
mayor ayuda divina, convirtiéndola en un firme punto de apoyo de la vida
cristiana y del desarrollo de la Iglesia.
Para la revelación de esta santificación del matrimonio, hemos
considerado como punto de partida el episodio evangélico de las bodas de Caná.
Es un episodio que nos sumerge en la actualidad; muchos matrimonios deben
enfrentar dificultades que a menudo parecen insuperables. Para resolverlas sería
necesario encontrar una fuente de vino nuevo, es decir de amor nuevo. Esta
fuente existe: es Cristo. Aquel que había hecho entender que de su seno saldrían
"ríos de agua viva", hace brotar esos ríos para desarrollar la vida sacramental
en la Iglesia y, de manera más especial, la vida matrimonial.
Con el sacramento del matrimonio, Cristo da en abundancia el
vino nuevo para hacer crecer el amor que une a los cónyuges y multiplicar su
fuerza espiritual: de esa manera, los hace capaces de cumplir en todo con su
misión en la familia y la Iglesia.
El sacramento tiene un papel dinámico. No obra simplemente como
un rito, sino como una vida que se desarrolla. Podemos agregar lo que dice
Pablo: quien obra no es sólo Cristo, sino, con él, también la Iglesia. "Gran
misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,32).
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