DIGNITATIS HUMANAE ES - DECLARACION SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA


Dignitatis humanae ES

DECLARACION SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA

EL DERECHO DE LA PERSONA Y DE LAS COMUNIDADES A LA LIBERTAD SOCIAL Y CIVIL EN MATERIA RELIGIOSA

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Proemio

La dignidad de la persona humana se hace cada vez más clara en la conciencia de los hombres de nuestro tiempo, y aumenta el número de quienes exigen que el hombre en su actuación goce y use de su propio criterio y de una libertad responsable, no movido por coacción, sino guiado por la conciencia del deber. Piden, igualmente, la delimitación jurídica del poder público a fin de que no se restrinjan demasiado los confines de la justa libertad, tanto de la persona como de las asociaciones.

Esta exigencia de libertad en la sociedad humana se refiere, sobre todo, a los bienes del espiritu humano, principalmente a aquellos que atañen al libre ejercicio de la religión en la sociedad. Secundando con diligencia estos anhelos de los espíritus y proponiéndose declarar cuan conformes son con la verdad y con la justicia, este Concilio Vaticano investiga a fondo la Sagrada tradición y la doctrina de la Iglesia, de las cuales saca a la luz cosas nuevas, siempre coherentes con las antiguas.

Así, pues, profesa en primer término el Sagrado Concilio que Dios manifestó al género humano el camino por el cual los hombres, sirviéndole a Él, pueden salvarse y llegar a ser felices, en Cristo. Creemos que esta única verdadera Religión subsiste en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: "Id, y ensenad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado" (Mt 28,19-20). Por su parte, todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla.

Confiesa, asimismo, el santo Concilio que estos deberes tocan y ligan la conciencia de los hombres, que la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas. Ahora bien, como quiera que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja integra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo. El Sagrado Concilio, además, al tratar de esta libertad religiosa, pretende desarrollar la doctrina de los últimos Pontífices sobre los derechos inviolables de la persona humana y sobre el ordenamiento jurídico de la sociedad.




I. NOCION GENERAL DE LA LIBERTAD RELIGIOSA


Objeto y fundamento de la libertad religiosa

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Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los limites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad de forma que se convierta en un derecho civil.




La libertad religiosa y la vinculación del hombre con Dios

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El hombre percibe y reconoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina; conciencia que tiene obligación de seguir fielmente, en toda su actividad, para llegar a Dios, que es su fin. Por tanto, no se le puede forzar a obrar contra su conciencia. Ni tampoco se le puede impedir que obre según su conciencia, principalmente en materia religiosa. Porque el ejercicio de la Religión, por su propia índole, consiste, sobre todo, en los actos internos voluntarios y libres, por los que el hombre se ordena directamente a Dios: actos de este género no pueden ser mandados ni prohibidos por una potestad meramente humana. Y la misma naturaleza social del hombre exige que éste, manifieste externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese su religión de forma comunitaria.




La libertad de las comunidades religiosas

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La libertad religiosa de la familia

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Cada familia en cuanto sociedad que goza de derecho propio y primordial, tiene derecho a ordenar libremente su vida religiosa doméstica bajo la dirección de los padres. A éstos corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas. Así, pues, la autoridad civil debe reconocer el derecho de los padres a elegir con verdadera libertad las escuelas u otros medios de educación, sin imponerles directa o indirectamente gravámenes injustos por esta libertad de elección. Se violan, además, los derechos de los padres, si se obliga a los hijos a asistir a lecciones escolares que no corresponden a la persuasión religiosa de los padres o si se impone un único sistema de educación del que se excluye totalmente la formación religiosa.


La promoción de la libertad religiosa

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Limites de la libertad religiosa

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se contra los abusos que puedan darse so pretexto de libertad religiosa, corresponde principalmente a la autoridad civil prestar esta protección Sin embargo, esto no debe hacerse de forma arbitraria, o favoreciendo injustamente a una parte, sino según normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo; normas que son requeridas por la eficaz tutela, en favor de todos los ciudadanos, por la pacifica composición de tales derechos, por la adecuada promoción de la paz pública, que es la ordenada convivencia en la verdadera justicia; y por la debida custodia de la moralidad pública. Todo esto constituye una parte fundamental del bien común y está comprendido en la noción de orden público. Por lo demás, se debe observar en la sociedad la norma de la integra libertad, según la cual, la libertad debe reconocerse en grado sumo al hombre, y no debe restringirse sino cuando es necesario y en la media en que lo sea.


La educación para el ejercicio de la libertad

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II. LA LIBERTAD RELIGIOSA A LA LUZ DE LA REVELACION


La doctrina de la libertad religiosa tiene sus raíces en la Revelación

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Cuanto este Concilio Vaticano declara acerca del derecho del hombre a la libertad religiosa tiene su fundamento en la dignidad de la persona, cuyas exigencias se han ido haciendo más patentes cada vez a la razón humana a través de la experiencia de los siglos. Es más, esta doctrina de la libertad tiene sus raíces en la divina revelación, por lo cual ha de ser observada con mayor empeño por los cristianos. Pues aunque la Revelación no afirme expresamente el derecho a la inmunidad de coacción externa en materia religiosa, sin embargo, manifiesta la dignidad de la persona humana en toda su amplitud, demuestra el proceder de Cristo respecto a la libertad del hombre en el cumplimiento de la obligación de creer en la palabra de Dios y nos ensena el espíritu que deben reconocer y seguir en todo los discípulos de tal Maestro. Con todo lo dicho se aclaran los principios generales sobre los que se funda la doctrina de esta Declaración acerca de la libertad religiosa. Sobre todo, la libertad religiosa está de acuerdo enteramente con la libertad del acto de fe cristiana.


La libertad del acto de fe




El comportamiento de Cristo y de los Apóstoles


Reprobó ciertamente la incredulidad de los que le oían pero dejando a Dios el castigo para el día del juicio. Al enviar a los Apóstoles al mundo les dijo: "El que creyere y fuere bautizado, se salvara; mas el que no creyere, se condenara" (Mc 16,16). Sabiendo que se había sembrado cizaña juntamente con el trigo, mando que los dejaran crecer a ambos hasta el tiempo de la siega, que se efectuara al fin del mundo. Renunciando a ser Mesías político y dominador por la fuerza, prefirió llamarse Hijo del Hombre que ha venido "a servir y dar su vida para redención de muchos" (Mc 10,45).

Se manifestó como perfecto Siervo de Dios, que "no rompe la caña quebrada y no extingue la mecha humeante" (Mc 12,20). Reconoció la autoridad civil y sus derechos, mandando pagar el tributo al César, pero aviso claramente que había que guardar los derechos superiores de Dios: "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22,21). Finalmente, al consumar en la cruz la obra de la redención, para adquirir la salvación y la verdadera libertad de los hombres, completo su revelación. Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino no se impone con la violencia, sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a Si mismo.

Los Apóstoles, amaestrados por la palabra y por el ejemplo de Cristo, siguieron el mismo camino. Desde los primeros días de la Iglesia, los discípulos de Cristo se esforzaron en convertir a los hombres a la fe de Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la palabra de Dios. Anunciaban a todos resueltamente el designio de Dios Salvador, "que quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad" (1Tm 2,4); pero al mismo tiempo respetaban a los débiles, aunque estuvieran en el error, manifestando de este modo como "cada cual dará a Dios cuenta de si" (Rm 14,12), debiendo obedecer a su conciencia.

Al igual que Cristo, los Apóstoles estuvieron siempre empeñados en dar testimonio de la verdad de Dios, atreviéndose a proclamar cada vez con mayor abundancia ante el pueblo y las autoridades, "la palabra de Dios con confianza" (Ac 4,31). Pues defendían con toda fidelidad que el Evangelio era verdaderamente la virtud de Dios para la salvación de todo el que cree. Despreciando, pues, todas "las armas de la carne", y siguiendo el ejemplo de la mansedumbre y de la modestia de Cristo, predicaron la palabra de Dios confiando plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir los poderes enemigos de Dios y llevar a los hombres a la fe y al acatamiento de Cristo. Los Apóstoles, como el Maestro, reconocieron la legítima autoridad civil: "No hay autoridad que no venga de Dios", ensena el Apóstol, que, en consecuencia, manda: "Toda persona esté sometida a las potestades superiores... quien resiste a la autoridad, resiste al orden establecido por Dios" (Rm 13,12). Y al mismo tiempo no tuvieron miedo de contradecir al poder público, cuando éste se oponía a la santa voluntad de Dios: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Ac 5,29). Este camino siguieron innumerables mártires y fieles a través de los siglos y en todo el mundo.


La Iglesia sigue los pasos de Cristo y de los Apóstoles




La libertad de la Iglesia



Ahora bien, donde rige como norma la libertad religiosa, no solamente proclamada con palabras, y sancionada con leyes, sino también llevada a la practica con sinceridad, allí, en definitiva, logra la Iglesia la condición estable, de derecho y de hecho, para una necesaria independencia en el cumplimiento de la misión divina, independencia reivindicada con la mayor insistencia dentro de la sociedad por las autoridades eclesiásticas. Y al mismo tiempo los fieles cristianos, como todos los demás hombres, gozan del derecho civil de que no se les impida realizar su vida según su conciencia. Hay, pues, una concordancia entre la libertad de la Iglesia y aquella libertad religiosa que debe reconocerse como un derecho a todos los hombres y comunidades y sancionarse en el ordenamiento jurídico.


Obligación de la Iglesia

La Iglesia católica, para cumplir el mandamiento divino: "Ensenad a todas las gentes" (Mt 28,19-20), debe trabajar denodadamente "para que la palabra de Dios sea difundida y glorificada" (2Th 3,1).

Ruega, pues, encarecidamente la Iglesia a todos sus hijos que ante todo eleven "peticiones, suplicas, plegarias y acciones de gracias por todos los hombres... Porque esto es bueno y grato ante Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2,1-4).

Por su parte, los fieles en la formación de su conciencia deben prestar diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia. Por la voluntad de Cristo la Iglesia católica es maestra de la verdad, y su misión consiste en anunciar y ensenar auténticamente la verdad que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden que fluyen de la misma naturaleza humana. Procuren además los fieles cristianos, comportándose con sabiduría ante los de fuera, difundir "en el Espíritu Santo, en caridad no fingida, en palabras de verdad" (2Co 6,6-7), la luz de la vida, con toda confianza y fortaleza apostólica, incluso hasta el derramamiento de sangre.

Porque el discípulo tienen la obligación grave para con Cristo Maestro de conocer cada día mejor la verdad que de Él ha recibido, de anunciarla fielmente y defenderla con valentía, excluidos los medios contrarios al espíritu evangélico. A la vez, empero, la caridad de Cristo le acucia para que trate con amor, prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe. Deben, pues, tenerse en cuenta tanto los deberes para con Cristo, el Verbo vivificante que hay que predicar, como los derechos de la persona humana y la medida de la gracia que Dios por Cristo ha concedido al hombre, que es invitado a recibir y profesar voluntariamente su fe.


Conclusión






Todas y cada una de las cosas contenidas en esta Declaración han obtenido el beneplácito de los Padres del sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo, y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para la gloria de Dios.


Roma, en San Pedro, 7 de diciembre de 1965.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica.





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