HORIZONTES DE LA VOCACIÓN MATRIONIAL
- Educación para el amor y el don de sí
- El nosotros y la personalización
- El matrimonio y la vida de los hijos
- Ante la vocación de los hijos
- Dinamismo reconciliador
- Un camino de vida cristiana
- Conversión y oración
- Compartiendo la Buena Nueva
La santidad del matrimonio es fuente en la que se apoya el
desarrollo cristiano de la familia. Junto al problema "socio-cultural" señalado
y al necesario proceso de internalización, y dependiente de una toma de
conciencia de la verdad y los valores sobre el matrimonio y la familia, está,
ocupando un lugar fundamental, el comprender el camino del matrimonio como una
vocación específica a la santidad, esto es, como un llamado a una persona
concreta para seguir el camino hacia la santidad en el matrimonio y la familia.
Precisamente, Juan Pablo II destaca que "Cristo quiere garantizar la santidad
del matrimonio y de la familia, quiere defender la plena verdad sobre la persona
humana y su dignidad"[62]
Los caminos de vida que se abren ante el creyente son
vocaciones, es decir cada una constituye un llamado divino a la persona. Así
pues, no es un asunto de vehemencia ni de capricho, sino de discernir[63] el
llamado propio, el camino para mejor cumplir el Plan de Dios según las
características personales, suponiendo una madurez adecuada y el ejercicio de la
libertad sin coacciones.
Educación para el amor y el don de sí
Cada quien debe ahondar en su mismidad y buscar el designio de
Dios para su propia vida. Esto implica un proceso de educación orientado a la
libre elección, un proceso de auténtica personalización, un proceso de educación
para el amor y el don de sí que, por lo mismo, sea coherente con la opción por
la fe asumida por la persona. Este proceso, por las condiciones
socio-culturales, tiene que ser un proceso simultáneo de educación en la verdad
fundamental de lo que significa la adhesión al Señor Jesús, ahondando en la fe
de la Iglesia, iluminando los caminos vocacionales, y al mismo tiempo un proceso
de liberación de presuposiciones y prejuicios de lo que hoy llamamos cultura de
muerte. Siguiéndolo, pero sin ser por ello menos importante, ha de ir un proceso
de maduración integral de la persona. Ocurre no poco que se confunde el pasar de
los años con la madurez. Y bien sabemos que esa confusión no se ajusta a la
verdad. La madurez es un proceso de reconocimiento de la propia identidad, de
reconciliación de las rupturas personales y de restablecimiento de las
relaciones básicas de la persona.
Así pues, hay que considerar, en presencia del tema del
matrimonio y de la familia enfocados con visión cristiana, que la dimensión
antropológica básica del matrimonio, al ser una mutua donación amorosa del
esposo y de la esposa, implica y presupone que la condición estructural de
auto-posesión del ser humano sea en cada uno de los cónyuges una realidad en
proceso de crecimiento y maduración. Así pues, la respuesta concreta a la
vocación matrimonial libremente discernida supone la experiencia efectiva de que
la posesión objetivante de sí mismo en libertad empieza a ser un hecho de cierta
madurez, manifestada no sólo en el aspecto psico-afectivo-sexual, sino también y
muy significativamente en la internalización de la verdad y de los valores que
de ésta provienen.
El matrimonio se ofrece así como un camino integral para el ser
humano que ha sido llamado a santificarse por él[64]. La dinámica de la vida
conyugal será para el esposo y la esposa un lugar especial para encontrarse con
la gracia de Dios que amorosamente se derrama en sus corazones. Acogiendo la
fuerza divina y cooperando con ella, la vida conyugal favorecerá la
transformación de los cónyuges en la medida en que se donan uno al otro, dando
muerte al egoísmo, y construyendo una comunión cada vez más fuerte e intensa en
el Señor. Aparece un horizonte muy importante del amor como don mutuo, que se va
acrecentando y se expande hacia los hijos y hacia los más próximos en un
dinamismo de caridad cuyo horizonte universal aparece claro.
En su Carta a las familias, el Santo Padre dice: "El Concilio
Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su vocación,
afirma que la unión conyugal --significada en la expresión bíblica "una sola
carne"-- sólo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los
valores de la "persona" y de la "entrega". Cada hombre y cada mujer se realizan
en plenitud mediante la entrega sincera de sí mismo; y, para los esposos, el
momento de la unión conyugal constituye una experiencia particularísima de ello.
Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la "verdad" de su masculinidad y
femineidad, se convierten en entrega recíproca"[65].
Esto es una verdad para la vocación matrimonial y por lo mismo
lo es también en la vida y en el encuentro marital. Precisamente por ello supone
un serio proceso de educación para el amor y para el don de sí. Muchos fracasos
ocurren porque quienes acceden al estado de casados no han discernido
suficientemente o, con dolorosa frecuencia, no han madurado su vocación o no
continúan haciéndolo luego de casados. El matrimonio no es un juego. Es un
asunto tan serio como hermoso. Y precisamente por ello se requieren las
condiciones, en activo, para vivir ofreciéndose como auténtico don uno al otro,
como expresión dinámica del amoroso don de sí, y experimentando en su conciencia
del sacramento con que Dios los ha bendecido un impulso transformador hacia la
contemplación de la bondad y el amor divinos.
El nosotros y la personalización
En la base del matrimonio está la persona del hombre y la
persona de la mujer, esto es, personas concretas con sus propias realidades. Al
valorar el ideal hermoso del nosotros conyugal no se ha de perder de vista que
en la base de ese nosotros están dos personas individuales, dos seres
humanos[66]. Ni la persona del marido ni la de la mujer se disuelve en el
nosotros, sino que desde su ser personal asume una nueva realidad en la que el
ser personal subsiste en una de las más sublimes formas de comunión[67].
Pienso que el no tener en cuenta, no sólo en teoría sino en la
vida concreta, estos horizontes de educación para la madurez humano-cristiana,
el amor don de sí, y la efectiva internalización de valores, lleva a rasgos como
los del cuadro descrito por el Papa Juan Pablo II en relación al horizonte real
de muchas, demasiadas, parejas: "sucede con frecuencia que el hombre se siente
desanimado a realizar las condiciones auténticas de la reproducción humana y se
ve inducido a considerar la propia vida y a sí mismo como un conjunto de
sensaciones que hay que experimentar más bien que como una obra a realizar. De
aquí nace una falta de libertad que le hace renunciar al compromiso de
vincularse de manera estable con otra persona y engendrar hijos, o bien le mueve
a considerar a éstos como una de tantas "cosas" que es posible tener o no tener,
según los propios gustos y que se presentan como otras opciones"[68].
Teniendo en cuenta estas consideraciones y asumiendo ante todo
la realidad del matrimonio como sacramento, con toda la rica teología implicada,
se ve cómo la vocación al matrimonio constituye un llamado a madurar más
plenamente, en un auténtico crecimiento de cada cual según el designio divino
para la vida humana, reconciliándose de las propias heridas, construyendo un
nosotros personalizante mediante la mutua amorosa donación, mantenida
perseverantemente día a día por todos los años de vida de la persona.
El matrimonio y la vida de los hijos
El matrimonio visto en su rica realidad de sacramento es un
proceso de transformación objetiva de la realidad personal de cada uno de los
cónyuges que requiere de su efectiva adhesión personal y común al Señor Jesús, y
así se abre a la realidad apasionante de cooperar con Dios trayendo vida al
mundo y donándose permanentemente a esas nuevas vidas personales que son los
hijos, con amorosa reverencia y respeto, respondiendo a la misión de educar
cristianamente a la prole, respetando la personalidad y libertad de cada una de
las nuevas personas fruto del amor conyugal.
Hablando del tema, el Santo Padre Juan Pablo II profundiza en
los alcances del cuarto mandamiento: "Honra a tu padre y a tu madre". Al hacerlo
destaca la palabra "honra" que nos sitúa ante un modo especial de expresar la
familia: "comunidad de relaciones interpersonales particularmente intensas:
entre esposos, entre padres e hijos, entre generaciones. Es una comunidad que ha
de ser especialmente garantizada. Y Dios no encuentra mejor garantía que ésta:
"Honra""69. Y más adelante añade: "¿Es unilateral el sistema
interpersonal indicado en el cuarto mandamiento? ¿Obliga éste a honrar sólo a
los padres? Literalmente, sí; pero, indirectamente, podemos hablar también de la
"honra" que los padres deben a los hijos. "Honra" quiere decir: reconoce, o sea,
déjate guiar por el reconocimiento convencido de la persona, de la del padre y
de la madre ante todo, y también de la de todos los demás miembros de la
familia. La honra es una actitud esencialmente desinteresada. Podría decirse que
es "una entrega sincera de la persona a la persona" y, en este sentido, la honra
converge con el amor. Si el cuarto mandamiento exige honrar al padre y a la
madre --sigue diciendo el Papa--, lo hace por el bien de la familia; pero
precisamente por esto, presenta unas exigencias a los mismos padres[70]. ¡Padres
--parece recordarles el precepto divino--, actuad de modo que vuestro
comportamiento merezca la honra (y el amor) por parte de vuestros hijos! ¡No
dejéis caer en un vacío moral la exigencia de la honra para vosotros! En
definitiva, se trata pues de una honra recíproca. El mandamiento "honra a tu
padre y a tu madre" dice indirectamente a los padres: Honrad a vuestros hijos e
hijas. Lo merecen porque existen, porque son lo que son: esto es válido desde el
primer momento de su concepción. Así, este mandamiento, expresando el vínculo
íntimo de la familia, manifiesta el fundamento de su cohesión interior"[71].
También en relación a los hijos se requiere una profundización
teológica que recuerde que toda vida humana viene de Dios, y que desde su
concepción es persona sujeto de derechos, con una dignidad que debe ser
respetada[72]. Así pues, al considerar las cosas como son, uno de los difundidos
males de nuestro tiempo, el aborto, tiene más que ver con la muerte de una
persona --y en tal sentido, de ser intencionalmente provocado[73] es un
asesinato de un ser humano indefenso-- que con supuestos derechos de la madre o
el padre. Una reducción cosificadora de la vida humana lleva a considerar a
aquellas personas indefensas como "objetos", cosas, de las que se puede
disponer[74]. El subjetivismo que reduce la verdad a la experiencia propia o al
gusto propio, fuente de un desbordante egoísmo, nos vuelve a remitir al
necesario proceso de maduración humano-cristiana, a la recta internalización
ético-cultural. El acceso de este horrendo crimen a una legislación permisiva es
una flagrante aberración propia de la cultura de muerte y de la corrupción de
las costumbres que ella porta.
La bendición de los hijos debe ser asumida responsablemente por
los padres, pues no sólo se trata de una hermosa tarea, sino que forma parte del
camino de santificación por la vida matrimonial.
Una recta visión del matrimonio y la familia lleva a comprender
el sentido integral de esas designaciones del hogar como "santuario de la vida"
y como "cenáculo de amor".
Ante la vocación de los hijos
No pocas veces ocurre que mientras los hijos van creciendo, los
padres no van alentando un cambio en la relación paterno-materno-filial que
corresponda a las nuevas circunstancias. Esta lamentable situación es causa de
no pocas tensiones y problemas que, afectando a la familia, llegan también a
afectar al matrimonio.
Si bien es una verdad a la vista que la mayor parte de los
integrantes del Pueblo de Dios tiene vocación a la santidad viviendo
cristianamente el matrimonio y constituyendo una familia según el Plan divino,
ello no constituye razón para dar por sentado que cada niño o niña, cada joven o
muchacha, cada hombre y mujer adultos están de hecho llamados al matrimonio. De
allí la importancia fundamental[75] de insistir en el discer-nimiento libre. Y
allí la grave responsabilidad de los padres en educar a sus hijos para un
discernimiento objetivo, en presencia de Dios.
El tema es clave y tratarlo es difícil cuando se olvida la
noble naturaleza del matrimonio y la familia. Los hijos no son objetos, son
personas dignas y libres, sujetos de deberes pero también de derechos desde su
concepción. Han nacido del amor del padre y de la madre, gracias a un don de
Dios. ¡Gracias a Dios a quien deben su ser! Cuando la pareja vive una dimensión
personalizante y la familia es una auténtica comunidad de personas, priman el
respeto y amor mutuo, la solidaridad y el servicio. Pero no siempre es así.
Lamentablemente no son pocos los casos en que se producen irrespetos a la
dignidad, derechos y vocación del hijo o de la hija, al procurar imponer una
vocación específica, o una determinada candidatura para el matrimonio, a gusto
de los padres. O incluso cosas como un lugar para los estudios superiores o
hasta una carrera determinada. Si bien los padres deben educar a los hijos y
darles una firme base humano-cristiana, y también aconsejarlos con toda
solicitud y constancia, una vez que éstos llegan a una edad en que se pueden
formar prudentemente un juicio, no está bien querer imponerles el propio[76]. El
diálogo no sólo es correcto, sino necesario, indispensable. Pero no hay que
olvidar que está de por medio la vocación y la libertad de la persona
concreta.
El caso de las vocaciones a la vida sacerdotal o a la plena
disponibilidad apostólica es uno de los más sensibles. A Dios gracias no siempre
es así, y son muchísimos los padres y las madres que viven esa experiencia
vocacional de hijos o hijas como un don. El Cardenal Richard Cushing --tan
conocido en América Latina-- planteaba que las vocaciones se pueden perder. Dada
la grave importancia de tal asunto, y su cercana relación con los deberes
educativos y promocionales de los padres, voy a transcribir unos párrafos suyos
sumamente claros: "Pero el hecho lamentable es que las vocaciones se pueden
perder. La invitación de Nuestro Señor --Sequere me-- Sígueme no ha sido
aceptada por muchos, pues han sucumbido a otras llamadas y por ello han perdido
su verdadera vocación. Las vocaciones al sacerdocio o la consagración vienen de
Dios, pero son nutridas en el hogar. Pueden perderse en el nido (familiar)
cuando no refleja las sencillas y hermosas virtudes del hogar de Nazaret donde
Jesús, María y José vivieron. Oración en familia, amor y sacrificio, alegría y
paciencia, intimidad con Dios a través de los sacramentos, todo esto se requiere
en el hogar ideal, la primera escuela de los niños, el jardín donde las
vocaciones dadas por Dios son cultivadas para Su servicio. Las vocaciones
también se pueden perder por la falta de interés por parte de los progenitores.
Hubo un tiempo en que los padres y las madres rezaban para que sus hijos e hijas
recibieran la vocación de Dios como Sus instrumentos al servicio de la extensión
del Reino. Algunos padres y madres continúan rezando por tan sublime intención,
pero hay otros que ya positivamente ya negativamente desalientan a sus hijos de
aspirar a ese alto camino. Para expresarlo suavemente, pienso que padres y
madres que interfieren con la vocación divina tendrán mucho por qué
responder"[77].
La recta prudencia, el respetuoso acompañamiento, la promoción
de la libertad y el respeto son características que deben guiar el diálogo
correspondiente entre los padres y los hijos. Y cuando los hijos han alcanzado
la mayoría de juicio, así cuando han alcanzado la mayoría de edad, las
características recién enumeradas deben de ser mucho más intensas aún. Quiero
culminar este acápite citando las palabras del Papa Pío XII sobre este asunto:
"Exhortamos a los padres y madres de familia a ofrendar gustosos para el
servicio divino aquellos de sus hijos que sienten esa vocación. Y si esto les
resultare duro, triste y penoso, mediten atentamente las palabras con que San
Ambrosio[78] amonestaba a las madres de Milán: Sé de muchas jóvenes que quieren
ser vírgenes, y sus madres les prohíben aun venir a escucharme... Si vuestras
hijas quisieran amar a un hombre, podrían elegir a quien quisieran según las
leyes. Y a quienes se les concede elegir a cualquier hombre, ¿no se les permite
escoger a Dios?"[79].
Dinamismo reconciliador
La familia ha de acoger la gracia divina para constituir una
célula social que viva intensamente el dinamismo de la reconciliación: con Dios,
de cada uno consigo mismo, de todos entre sí y volcándose con espíritu de
comunión y servicio fraterno a quienes no forman parte del núcleo familiar, y,
también, de reconciliación con el ambiente, con la naturaleza.
En ese sentido, la familia debe ser una activa escuela de
reconciliación en la que todos sus miembros, empezando por supuesto por los
padres, acojan el ministerio de la reconciliación y lo vivan en sus relaciones
familiares y sociales. Eso es no sólo acoger un don personal y familiar, sino
también cumplir un estricto deber de justicia social. Las familias reconciliadas
llevan a una sociedad reconciliada, que viva en paz, respeto, libertad,
cooperación social y justicia. Es, pienso, por ello que se puede hablar en un
sentido integral de la familia como célula básica de la sociedad; no sólo como
la célula social más pequeña, sino como célula en que se fundamenta la salud de
la vida social[80].
Un camino de vida cristiana
Muchos matrimonios y familias no son capaces de vivir el
hermoso horizonte al que están invitados[81]. Ello es motivo para ahondar con
intensidad en un proceso socio-cultural que haga recuperar el recto horizonte
del matrimonio y de la vida familiar cristiana, y que ayude a internalizar su
verdad y sus valores al tiempo de educar, a quien está llamado al camino de
santidad por el matrimonio y a constituir una familia, a que madure humana y
cristianamente para que aporte con libre y eficaz decisión a su vida conyugal y
familiar un espíritu cristiano interiorizado, que es fuente del más puro
humanismo según el divino Plan. Así, el hogar formado con conciencia de
responder al llamado del Señor a alcanzar la plenitud de la caridad en la vida
conyugal y familiar se sabrá peregrino con el Señor Jesús, colaborador suyo en
el servicio del anuncio de la Buena Nueva, fermento evangelizador,
reconciliador, escuela de libertad y respeto a los derechos y dignidad humanas.
Así, asumiendo su compromiso cristiano sin concesiones al racionalismo, al
subjetivismo, al consumismo y demás errores e ídolos hodiernos, verá la realidad
con la visión de Dios y actuará en ella procurando conformar su vida al divino
Plan, buscando la más plena fidelidad al designio de Dios Amor[82].
Conversión y oración
Cada uno de los cónyuges ha de ser consciente de su personal
responsabilidad, ante todo por sí mismo, para desde su corazón convertirse al
Señor Jesús y entregarse al cumplimiento del designio divino. Es necesario, con
el auxilio de la gracia, que cada cual se consolide en la fe. Debe también ser
consciente de lo que implica la alianza de amor matrimonial y expresar ese amor
en el recorrido de un camino conjunto acompañando amorosamente al cónyuge y
expresándose mutuamente un cariño solidario y de compañía en la senda personal y
como pareja en la maduración en Cristo Jesús, quien en el matrimonio se dona al
esposo y a la esposa invitándole a construir un nosotros centrado en Él.
La educación humano-cristiana de los hijos y por lo tanto la
forja de una auténtica familia cristiana son horizontes estimulantes, cuyas
exigencias y muchas veces sinsabores permiten una mayor adhesión al camino del
Señor Jesús. La vida cristiana matrimonial, como toda vida humana, pero aún más,
tiene hermosos e intensos momentos de alegría[83]. Y aunque se dan también
momentos de dolor que acercan a la cruz del Señor, a ejemplo de Él que es
Camino, Verdad y Vida plena, éstos no son aplastantes ni avasalladores si, como
ha de ser, son integrados en el todo de la experiencia cristiana y quedan bajo
la radiante iluminación de la experiencia pascual y la esperanza en la plena
comunión a la que cada quien está invitado. "Lo que los esposos se prometen
recíprocamente, es decir, ser "siempre fieles en las alegrías y en las penas, y
amarse y respetarse todos los días de la vida", sólo es posible en la dimensión
del amor hermoso. El hombre de hoy no puede aprender esto de los contenidos de
la moderna cultura de masas. El amor hermoso se aprende sobre todo rezando. En
efecto, la oración comporta siempre, para usar una expresión de San Pablo, una
especie de escondimiento con Cristo en Dios: "vuestra vida está oculta con
Cristo en Dios"[84]. Sólo en ese escondimiento actúa el Espíritu Santo fuente
del amor hermoso. Él derrama ese amor no sólo en el corazón de María y de José,
sino también en el corazón de los esposos, dispuestos a escuchar la palabra de
Dios y a custodiarla[85]" [86]. Así, la fe vivida permite no sólo
vivir intensamente las experiencias humanas, sino muy en especial entenderlas en
su sentido real ante los misterios de amor del Señor Jesús.
La oración es fundamental no sólo en la vida personal sino
también en aquella Iglesia doméstica que es el hogar familiar. No sólo por la
verdad de aquel lema de "Familia que reza unida, permanece unida", sino que a
ritmos de oración la pareja se dona mutuamente más y más, y la familia se
convierte en un lugar donde se vive la fe y donde se celebra la fe con
entusiasmo y alegría.
Asumir el matrimonio y la familia como un camino de santidad
implica que el dinamismo de comunión se enraíza auténticamente en el hogar. Así,
junto al diálogo humano debe darse también un diálogo divino que acoja las
gracias recibidas y las proyecte en la pareja y los hijos, y los parientes
cuando los hay, construyendo una porción de la civilización del amor en la
propia casa.
Los momentos fuertes de oración son ocasiones para rezar, ya
personalmente, ya en comunidad familiar. Pero ello no es suficiente; toda la
vida debe hacerse oración, liturgia que se eleve cotidianamente al Padre, por el
Hijo en el Espíritu. Las relaciones intrafamiliares han de expresar ese clima de
oración y diálogo cristiano en el hogar. El servicio y la donación de uno a otro
han de ser realizados en espíritu de oración.
La memoria del sacramento debe acompañar al esposo y a la
esposa día a día. La conciencia de la promesa de la asistencia del Espíritu debe
motivar a los cónyuges para sobrellevar con espíritu de esperanza los momentos
difíciles que se puedan producir. Con trabajo diligente y entusiasta la pareja
debe poner medios concretos para cooperar con la gracia, para que esta produzca
sus frutos. Decía Pío XI dirigiéndose a los matrimonios en su conocida encíclica
Casti connubii: "las fuerzas de la gracia que, provenientes del sacramento,
yacen escondidas en el fondo del alma, han de desarrollarse por el cuidado
propio y el propio trabajo. No desprecien, por tanto, los esposos la gracia del
sacramento que hay en ellos"[87].
Compartiendo la Buena Nueva
Toda esta experiencia del matrimonio y de la familia lleva a
vivir la vida de una manera misional, entendiendo bien por la internalización de
verdades y valores, por una vida de asidua oración personal y familiar, por una
efectiva vivencia solidaria de la caridad familiar y social; y lleva también a
un anuncio de la Buena Nueva como quien experimenta sus bondades en su propia
vida personal, matrimonial y familiar[88].
El primer campo de apostolado es la misma persona. Cada cónyuge
debe ser muy consciente de ello y preocuparse por responder a los dones y
gracias recibidos desde el fondo de su corazón. Ha de buscar sus momentos de
soledad con Dios, para intimar con Él por medio de la oración y la
profundización en la fe. Este aspecto es fundamental, pues permite la acción de
Dios sobre el propio corazón, siempre necesitado de purificación y maduración
cristiana, y constituye una escuela para morir al egoísmo, darse como auténtico
don y compartir, desde la experiencia personal de la relación con el Altísimo,
con la pareja y con los hijos.
El dinamismo de comunión del esposo y la esposa constituyen el
inmediato horizonte para vivir y compartir la fe. El mutuo acompañamiento en el
proceso de adherirse más y más al Señor Jesús ha de ser un horizonte en el que
poner el mayor empeño. El crecer en esa cercanía y el experimentar un mayor
conocimiento, iluminado por las enseñanzas de la Iglesia, y percibir con más
claridad las bondades divinas, han de conducir al esposo y a la esposa a una más
intensa integración personal, a una más vital comunidad de personas, a una mayor
conciencia del nosotros edificado en la roca firme que es el Señor Jesús.
Y luego, los hijos a cuya educación cristiana se comprometen de
manera especial los esposos. Ante todo por el ejemplo, pues en la familia, como
en otras formas de vida social, el ejemplo arrastra. Así pues, el proceso de
consolidación de la vida cristiana del hogar está fundado en la opción por la
santidad del esposo y de la esposa, y de los medios que ponen para ello
cooperando con la gracia. Pero, también en la enseñanza de la fe a la que los
padres se han adherido.
El apostolado en el propio hogar es una hermosísima tarea a la
que están invitados los padres. La gracia de Dios y la experiencia de sus dones
en el amor mutuo compartido, el despojarse del egocentrismo en sus diversas
formas, el ver el hogar crecer en un horizonte de esperanza, aunque no falten
los sinsabores, la conciencia de la propia identidad descubierta día a día en la
oración y en el ejercicio de presencia de Dios, llevan a un encuentro
plenificador con el Señor y a vivir una auténtica vida cristiana. Y ella, la
vida cristiana, no se queda encerrada, sino que su dinamismo busca fructificar
expresando relaciones de reconciliación, comunión, paz y amor con las personas
cercanas.
Así, hay un apostolado en el hogar, y aparece un apostolado
desde el hogar. Ante todo como signo de opción cristiana a través de un hogar
cristiano. Pero la pareja en cuanto pareja está también invitada a compartir su
fe y la alegría de seguir el camino de la vida cristiana. La unión con otras
parejas y el compromiso mutuo procurando hacer del propio hogar un cenáculo de
amor como el de Jesús, María y José en Nazaret, forman un horizonte solidario
que refuerza la gesta de fe de la pareja. El compartir la oración, la reflexión
sobre las verdades que nos transmite la Iglesia, la caridad, son fundamentales.
Más aún lo son en sociedades urbano-industriales que sufren un agudo proceso de
secularización y de agresión contra la fe. El mutuo testimonio, el reflexionar
juntos a la luz de las enseñanzas de la fe, todo ello es una valiosa experiencia
que ayudará al esposo y a la esposa en su camino de mayor adhesión al Señor.
En esta línea de solidaridad entre parejas, el Papa Juan Pablo
II propone también el apostolado de familias entre sí, procurando trazar lazos
de solidaridad y ofreciéndose mutuamente un servicio
educativo[89].
NOTAS
[62] Carta a las familias 20l.
[63] S.S. Juan Pablo II llama al discernimiento vocacional
"cuestión esencial" (Carta a las familias 16n).
[64] Ver Lumen gentium 11b.
[65] Carta a las familias 12i.
[66] concretos Ver Carta a las familias 16b.
[67] Años atrás escribía en un artículo, La familia: cenáculo
de amor, de una "crisis de amor que genera la crisis de familia" que se
experimenta hoy. Precisamente esa crisis de amor está centrada en la falta de
caridad para con uno mismo, y ante la ausencia de un recto amor según el mandato
del Señor Jesús (Mt 22,39; Mc 12,31; Lc 10,27) brota a raudales el egoísmo que
no sólo es ruptura con la realidad profunda de la persona misma, sino que se
vuelca en relaciones sociales que manifiestan esa ruptura y se concretan en
cosificaciones, opresiones e injusticias. (Ver Huellas de un peregrinar, ob.
cit., pp. 43ss.)
[68] Centesimus annus 39a.
69 Carta a las familias 15b.
[70] Exigencias que, a no dudarlo, forman parte de su camino de
santidad paterno y materno y familiar.
[71] Carta a las familias 15e.
[72] Una consecuencia de la falta de educación en el amor y de
internalización de la visión y valores cristianos se manifiesta como una falta
de preparación para tratar a los hijos como personas, como sujetos, y no
cosificarlos como objetos desconociendo su individualidad personal, su dignidad,
libertad y derechos. Ver Centesimus annus 39a.
[73] No es tema de estas reflexiones entrar en matices morales
ni en pormenores sobre el aborto. Por otro lado, la enseñanza de la Iglesia es
clara al respecto. De desearse profundizar en el tema y en los matices morales
se puede ver entre los últimos documentos eclesiales p. ej.: Código de Derecho
Canónico, c. 1398; Gaudium et spes 27c; 51b-c; Redemptor hominis 8a; Dives in
misericordia 12d; Dominum et vivificantem 43c; Sollicitudo rei socialis 26f;
Veritatis splendor 80a; Familiaris consortio 6b; 30f; 71c; Christifideles laici
5b; 38; Puebla 318; 577; 611s.; 1261; Santo Domingo 9; 215; 219; 223; Carta a
las familias 13f; 21s.; Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum vitae,
22/2/87, I, 1s.; III; Pontificio Consejo para la Familia, Evoluciones
demográficas: Dimensiones éticas y pastorales, 25/3/94, 32-36.
[74] Ver Carta a las familias 13f.
[75] Ver Carta a las familias 16n.
[76] En realidad nunca está bien imponer el propio gusto o
capricho, de lo que se trata es de buscar lo mejor, lo más adecuado, la verdad.
Y cuando la persona tiene efectiva capacidad de juicio el respeto a su libertad
debe concretarse en formas más cuidadosas de su dignidad fundamental.
[77] Card. Richard Cushing, Come, Follow Me. Conferences on
Vocations to the Service of God, Daughters of St. Paul, Boston, p. 22.
[78] N. c. 339-397.
[79] S.S. Pío XII, Sacra Virginitas IVc.
[80] $FEn Puebla se señala: "Para que funcione bien, la
sociedad requiere las mismas exigencias del hogar; formar personas conscientes,
unidas en comunidad de fraternidad para fomentar el desarrollo común. La
oración, el trabajo y la actividad educadora de la familia, como célula social,
debe, pues, orientarse a trocar las estructuras injustas, por la comunión y
participación entre los hombres y por la celebración de la fe en la vida
cotidiana" (587) y sigue en esa línea.
[81] Ver Medellín 3,6.
[82] Ver Puebla 589.
[83] Ver Carta a las familias 13i.
[84] Col 3,3.
[85] Ver Lc 8,15.
[86] Carta a las familias 20m.
[87] Casti connubii 69a.
[88] Sobre la familia y el apostolado se puede ver Apostolicam
actuositatem11.
[89] Carta a las familias 16n.
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